Infancia

Los niños podrían ser misioneros. Los niños, en su infancia más auténtica son misioneros. Vienen de otro lugar del que son testigos. Ellos son misioneros de un mundo por descubrir, son misioneros de inocencia y admiración; el asombro conduce sus vidas y empuja sus búsquedas. A menudo, la educación consiste en la incapacitación de los niños para la misión; también la educación supuestamente religiosa.

Los llenamos con los problemas ficticios de los adultos, con necesidades innecesarias que ellos no nos pidieron; cambiamos el ritmo de sus preguntas con estímulos artificiales que acaban ahogando su capacidad de asombro. Quebramos el motor interno que los lleva a abrirse al mundo con frescura; rompemos su inocencia y apagamos su motivación.

¿Por qué? Tal vez porque queremos para ellos lo que los adultos no tenemos, pero que ellos no nos han pedido. Tal vez porque queremos que nos dejen en paz y llenamos sus manos de máquinas y sus ojos de pantallas para que no busquen nuestras manos ni esperen nuestra mirada. El niño ha venido al mundo para que sea educado y acompañado por personas, pero hemos delegado su educación, no ya a los pedagogos y canguros, sino a las máquinas y los juegos que aíslan.

Si educar es ayudar a que salga desde dentro la sabiduría más auténtica, encauzar el torrente de vida que nos brota del alma; si educar es ayudar a que alguien salga de uno mismo para encontrarse con el rostro del otro y la belleza de la vida: ¿no estaremos errando el horizonte de la educación? ¿No estaremos provocando que nuestros hijos pierdan la infancia y, por tanto, el futuro?

Muchas cosas se pierden para muchos con la infancia: la inocencia, la motivación, la fe, la creatividad, la capacidad de transmitir ilusión, la sonrisa. ¿Cómo compensaremos después estas pérdidas? Con sobre-estimulación, con consumos compulsivos, con cinismo chabacano, con apariencias que intenten esconder nuestra frustración más profunda.

En este mundo sin motivación y sin sonrisa, sin asombro e inocencia, se hace imposible la misión. Podemos transmitir ideas, aconsejar terapias, pactar conveniencias; pero no transmitimos ilusión, somos incapaces de contagiar una pasión que no tenemos. La misión no es repartir biblias, ni explicar catecismos, ni convocar reuniones, ni asegurar normas: todo esto puede ayudar; pero la esencia de la misión es transmitir un testimonio, un encuentro, una experiencia; es comunicar ese rostro que ha llenado la búsqueda más honda con la que vine a este mundo.

Cuando el adulto encuentra la respuesta a las preguntas más profundas de su infancia ha dado con la clave de la vida. Entonces, tiene suficiente pasión para ser misionero.

Pero el niño puede ser el primer y mejor misionero: porque transmite preguntas, búsqueda, admiración; tiene motivos, inquietud; cree en la verdad aunque no la haya encontrado; cree en el futuro, aunque no lo pueda controlar; necesita creer en sus padres, en los otros, aunque no sean perfectos. Su alma está limpia para poder creer en Dios de todo corazón.

Los niños pueden ser misioneros, los son si los dejamos. Y todos habremos de ser un poco niños para entrar en el Reino y para transmitir el Evangelio. Nuestra infancia sigue ahí, oculta en lo mejor de nosotros mismos; ahí está luchando por salir, con toda su capacidad de hacernos felices y transformarnos en misioneros.

“Sígueme” es el lema de este año para la Infancia Misionera. Es la palabra que Jesús dirige a nuestra intimidad primera; con toda mi historia, con todo el futuro que no es mío, puedo caminar detrás de las huellas del eterno que se hizo niño y acarició a los niños, y nos quiere niños para que aprendamos a ser hijos.

Manuel Pérez Tendero