El domingo pasado veíamos acabar la jornada en Cafarnaúm con la “salida” de Jesús a “predicar” en otros pueblos. El episodio siguiente –la curación del leproso–, que leemos este domingo, acaba de la misma manera: el hombre, curado, “sale” a contar (“predicar” en el texto griego original) lo que Jesús ha hecho con él. El leproso sanado parece el primer apóstol de Jesús.
En el Antiguo Testamento, la lepra era considerada algo más que una enfermedad: era una impureza que apartaba del pueblo y, por tanto, de la elección, de la comunidad salvífica. La lepra era fuente de marginación física, social y religiosa.
El sacerdote, en esta circunstancia, tenía la misión de velar por la pureza del pueblo y, para ello, fomentar la separación del que no es puro, para que no queden todos contaminados. Si un leproso se curaba, el sacerdote debía certificarlo para que el sanado pudiera reintegrarse en la comunidad de los elegidos.
Aparece, así, toda la impotencia de la legislación antigua. Jesús de Nazaret, en continuidad con su pueblo, ha venido a que sea posible la reintegración definitiva. Él sí tiene poder para sanar, para que los más lejanos puedan, no solo quedar curados, sino entrar en el pueblo, en la elección, en la comunión, en la bendición.
Para ello, para hacer posible la curación, se atreve a tocar al leproso cuando todavía está impuro. El Verbo encarnado ha venido a mancharse con nuestro barro para sanarlo desde dentro. No hay solo palabra: hay ternura, compasión, voluntad, contacto.
Para que el leproso pueda quedar sanado, Jesús lo debe tocar cuando aún era intocable. Para que el leproso pueda entrar en la sociedad, en el pueblo, Jesús tendrá que quedar fuera de las aldeas. Él ha salido del corazón de Dios para que nosotros podamos entrar; él ha salido del corazón de lo sagrado para que puedan entrar los que han quedado fuera.
El Evangelio de la sanación se extiende por contacto, está llamado a llegar más allá de los límites de la pureza. Por eso, el leproso no se contenta con ir a recoger el certificado de su curación, no entra en el ámbito de lo puro, sino que se convierte en misionero de esa purificación que, ahora, está abierta a todos.
Porque ha comprendido la novedad y la fuerza de Jesús, la puerta abierta que significa su misión, “desobedece” al Maestro y extiende por todas partes la superación de la marginalidad. No se calla, ni se va al sacerdote: sale por las aldeas, como Jesús, porque la gracia que ha comenzado no se puede acallar.
De esta manera, el episodio acaba de forma parecida a como comenzó: el leproso está fuera. Pero, al principio, estaba fuera como marginado, como expulsado, en contra de su voluntad. Ahora, está fuera porque él ha decidido salir a llevar su experiencia a las márgenes donde antes habitaba. Este cambio radical en su vida ha sido posible, no por el encuentro con el templo y el sacerdocio, sino por su encuentro con Jesús de Nazaret, aquel que puede y quiere limpiarnos.
Quizá sean las personas que viven en la marginalidad las más adecuadas para ser misioneras. Quizá, por ello, los que vivimos dentro, en el corazón de la Iglesia, en el interior de la sociedad y del bienestar, lo tenemos más difícil para salir en misión.
Tal vez, sean nuestros límites, nuestras faltas de salud, nuestras dimensiones más marginales, las claves para que nos atrevamos a ir a Jesús para ser sanados y ayudarle a sanar el mundo desde nuestro cuerpo herido tocado por su ternura.
Tal vez, solo quien ha sido perdonado puede perdonar. Tal vez, solo quien ha sido curado es capaz de comprometer su vida en la sanción de los demás.
En un episodio anterior, la suegra de Simón, curada, se puso a servir; ahora, el leproso, sanado, sale a predicar: Jesús de Nazaret va suscitando discípulos y apóstoles en su camino misionero.
Manuel Pérez Tendero