En el corazón del valle.

Todos los peregrinos de Tierra Santa dedican una mañana a visitar el monte de los Olivos. La visita empieza en lo más alto, junto a la torre de un convento de monjas ortodoxas. Allí está la pequeña cúpula de la Ascensión. Fue convertida en mezquita, pero no fue del todo destruido el pequeño edificio que los cruzados construyeron, sobre otros edificios más antiguos, para recordar la ascensión de Jesús, cuarenta días después de resucitar.

Allí se encuentra la pequeña piedra que conserva, según la tradición, la última huella de Jesús en la tierra. Desde san Ignacio de Loyola, muchos son los peregrinos que se afanan por descubrir la orientación de esa huella. Mirando, es posible que no nos demos cuenta que la huella verdadera del Resucitado no está en la piedra, sino en nuestras carnes de creyentes, labrada con el fuego de la fe.

Después de pasar por otras muchas iglesias –el monte de los Olivos ha estado cubierto de monasterios desde los primeros siglos del cristianismo–, se llega a lo más hondo del valle del Cedrón, que separa el monte de la ciudad de Jerusalén. Desde lo más profundo de la calle, aún se debe descender una larga serie de escalones para llegar a la iglesia más antigua y más profunda de Jerusalén: la cripta de la tumba de María. El nivel del torrente era mucho más bajo hace dos mil años.

En el corazón de muchos cementerios, allí se encuentra la tumba de la Virgen, venerada desde los primeros años de la fe. Según los peregrinos bizantinos, el valle de Josafat –el valle del “juicio de Dios”– del que hablan los profetas habría que identificarlo con este valle del Cedrón, que mira a Jerusalén desde abajo, con toda la luminosa belleza de sus murallas y sus cúpulas. Por eso, está lleno de tumbas –judías, musulmanas, cristianas–: todos esperan para ser juzgados con misericordia por el Dios que nos creó.

Pero la tumba de la Virgen, como la de su hijo en el corazón de la ciudad, está vacía. En aquel lugar, desde sus orígenes, la Iglesia celebra la Asunción de María, su descanso definitivo, que no se sitúa en el silencio de la tumba sino en el esplendor de la compañía de Dios. Aquel lugar ha estado unido siempre a una fecha: el quince de agosto.

En lo más alto del monte de los Olivos, la Ascensión del Hijo; en lo profundo del valle, la Asunción de la Madre, como primicia de nuestra propia resurrección. Jesús resucitó como primicia, como primogénito de muchos hermanos. Él fue llevado al cielo para abrir camino a todos los hijos de Dios; entre ellos, la primera, María.

El monte de los Olivos es testigo de la causa y el efecto: el ascenso del Salvador y el rescate de los redimidos, la Ascensión y la Asunción. Él ha venido a hacerse carne para rescatar nuestra carne: los sepulcros se quedan desiertos porque el amor es más fuerte que la muerte.

El Descanso de María no es tanto un privilegio, sino un signo, un comienzo, una promesa real para nosotros con perspectivas de un futuro luminoso. Es también una tarea, para ella: como nueva Eva, es colocada junto al nuevo Adán resucitado para colaborar en nuestra salvación. Junto al sepulcro vacío del valle de Josafat cobran sentido nuestras plegarias a María y su labor real de intercesora. Ella vive, junto al Hijo, para apoyar nuestro camino, para que construyamos con esperanza.

Es lo que celebramos esta semana en muchas ciudades y pueblos de nuestra tierra. La tradición, los aspectos más lúdicos, culturales y folklóricos, palidecen ante la realidad que dio origen a nuestra fiesta: María, carne de nuestra carne, vive para siempre; ella nos precede en el camino de la eternidad.

La fiesta, entonces, no sirve principalmente para olvidar nuestras penas y poner un paréntesis a nuestras vidas oscuras: sirve para dar luz a todo lo cotidiano y hacer memoria de cuál es la meta a la que se dirigen nuestros pasos.

¡Felices fiestas de la Asunción!

Manuel Pérez Tendero