El pasado día de la Pandorga, un periodista de televisión entrevistaba a cuantos iban pasando a la catedral para ofrecer sus dones a la Virgen del Prado. Uno de los grupos pertenecía a la Hermandad de la Virgen de la Cabeza. El entrevistador preguntó si no había “competencia” entre ambas “Vírgenes”. Le contestaron de una forma muy sencilla: es la misma Virgen, María, la de Nazaret.
No sé si todo el mundo, devoto de cualquier advocación de la Virgen, sabría responder lo mismo, espero que sí.
¿Por qué se dan las diferencias, entonces?
Existen, al menos, dos tipos de diferenciación. La primera, la más conocida por todos, es la “localización” de un culto a María, la Madre de Dios. Es una diferencia geográfica, también histórica, que tiene que ver con nosotros, con los devotos. Tiene que ver con el lugar donde fue encontrada o se venera la imagen, con la circunstancia histórica que vio nacer su culto, con las características del lugar donde se venera,… Tenemos, así, la Virgen del Prado, la del Monte, de las Viñas, de la Encina, de la Sierra, del Valle; la Virgen de Lourdes, de Fátima, del Carmen (monte Carmelo), de Loreto, de Guadalupe, de Montserrat, del Pilar…
En esta misma perspectiva tenemos la representación de María desde muy diversas tipologías: como virgen negra o asiática, con rasgos indios,… Se trata de la “encarnación” del culto a María en cada pueblo, en cada circunstancia.
Estas diferencias nos hablan del espíritu del catolicismo nacido en Pentecostés, la extensión del amor único de Dios que se hace específico y particular en cada circunstancia y en cada hombre que recorre la historia.
El peligro de esta riqueza de matices será siempre el confundir lo particular con lo original, nuestra devoción con la verdad histórica de María. La tentación será siempre utilizar a la Virgen –o a la religión- para dividir, para comparar. Cuando la devoción particular pierde su relación al origen, se tergiversa y acaba por desaparecer o, al menos, por perder su carácter cristiano original.
El segundo tipo de diferenciación tiene que ver también con la geografía y con la historia, pero no del devoto, sino de la Virgen misma. María de Nazaret tiene una biografía concreta tocada por Dios. Los misterios de esta vida son celebrados por la Iglesia durante todo el año. Tenemos, así, la fiesta de la Inmaculada Concepción, del Nacimiento de María, la Anunciación-Encarnación, la Visitación a Isabel, el misterio de la Madre de Dios, la Presentación en el templo o Purificación, la Virgen Dolorosa, la Asunción de María,…
La verdad original del cristianismo es la biografía del Hijo de Dios. Junto a él, quien más cerca ha estado de este pedazo de historia que redime toda la Historia, es la madre, la discípula, la virgen.
El peligro de esta riqueza de matices es perder el sentido de conjunto, olvidar la radical vinculación de la Madre al Hijo, olvidar que las fiestas que recorren el año son una verdadera pedagogía de la fe que nos hace convertir nuestra propia biografía, también, en vida tocada por Dios, por la Palabra, por el Hijo de María.
La fe tiene que ver con la vida, con la historia y la geografía, con nuestra común condición humana y con sus diferencias históricas que nos enriquecen. La fe cristiana es dejar que la historia de Dios con nosotros, que tocó a una mujer de Nazaret como a nadie, acaricie también nuestra historia presente.
Si nuestro arte y nuestra devoción nos hacen ver a María, la judía del siglo primero, como una mujer de entre nosotros, que tiene nuestros rasgos, la fe nos hace convertirnos en barro en manos de Dios para que el divino alfarero nos haga parecernos a María, nuestro modelo, y belleza a la que aspiramos.
Manuel Pérez Tendero