Muchos de nuestros números son también símbolos. El diez, el siete, el cinco, el doce, el mil,… El final del invierno y los inicios de la primavera están marcados en nuestra tradición por el número cuarenta: la Cuaresma que recorremos desde la ceniza hasta la semana más importante del año y más santa. ¿Qué significa el número cuarenta?
Es, ante todo, el número de una generación humana; es un número largo que pone a prueba nuestras enfermedades y debilidades –la cuarentena. Pero, como tantos otros números bíblicos, el cuarenta sirve, sobre todo, de referencia a una realidad anterior, sirve de memoria. La Cuaresma recuerda los cuarenta días que Jesús de Nazaret, antes de su ministerio, pasó en el desierto. Sus cuarenta días, por otro lado, recuerdan los cuarenta años que el pueblo de Israel, en sus orígenes, pasó en el desierto camino de la tierra prometida. Antes aún, el cuarenta señala los días del diluvio que significaron el inicio de un mundo nuevo.
Diluvio y desierto aparecen como las dos realidades que el cuarenta une. Dos realidades bien diferentes, pero muy cercanas en su significado original. En las primeras páginas del Génesis, cuando se buscan los orígenes del mundo y de la historia, la Biblia nos presenta dos relatos yuxtapuestos, que explican lo mismo desde perspectivas y épocas muy distintas.
Según el primer relato, en los orígenes de todo reinaba el casos, es decir, las aguas informes que todo lo anegaban. El diluvio no será sino el retorno de la creación a ese caos original. La creación supone un acto de separación, de iluminación, de distinción. En el fondo, el autor bíblico está pensando en la sociedad humana: cuando todo se confunde, cuando no existe la distinción, cuando no hay orden, es imposible la vida y la sociedad. Dios ha prometido que el caos nunca volverá a habitar la tierra; pero el caos social sí puede llegar. Sobre la promesa de Dios, el hombre está llamado a crear una sociedad distinguida, ordenada. Sobre el orden natural originario, el hombre está llamado a construir el orden de las relaciones, la justicia, la distinción y la distribución sensata y racional. Como Dios hizo en los orígenes, el hombre ha de poner palabra y logos en la historia, en sus relaciones; ha de tomar decisiones sabias que no tergiversen el sentido de las cosas.
En el segundo relato de la creación, en cambio, al principio todo es desierto. Falta vida porque falta el agua. No hay hombre que labre la tierra y Dios aún no ha mandado la lluvia: el campo, por sí solo, es infecundo, necesita a sus dueños colaborando, Dios y el hombre. La creación, por tanto, va a consistir en llevar la vida a este desierto a través del trabajo humano y la ayuda de Dios.
El agua y el desierto son el recuerdo de la falta de vida original, desde la que estamos llamados a colaborar con el Creador para sembrar orden y vida, palabra y trabajo.
Pero ambos símbolos son ambivalentes; también pueden tener un significado positivo. El agua, en el fondo, cuando hay orden, cuando está encauzada, es principio de vida y refresca y limpia toda la realidad. El desierto, como camino, es lugar educativo, que nos enseña a valorar lo esencial.
Jesús de Nazaret, en los inicios de su misión, pasó por las aguas del Jordán y habitó cuarenta días el desierto. En la Cuaresma, nos invita a acompañarle en estos inicios: hemos de pasar por las aguas para limpiar nuestras vidas y aprender a poner palabra y orden en todo lo que hacemos para que sea fecundo. Hemos de atravesar el largo desierto; sin él, nuestro bienestar nos adormece y nos hace inactivos, cómodos, exigentes, tardos para el trabajo y el amor.
Con agua y arena, con barro de Cuaresma, reconstruiremos nuestra vida siguiendo los pasos de Jesús.
Manuel Pérez Tendero