EL PAÍS DE MORIA

Moria es un lugar montañoso y sombrío del mítico universo inventado por Tolkien en El Señor de los Anillos. Son montañas cuyo interior está lleno de minas excavadas por los enanos en busca del preciado metal Mithril. Moria, en la lengua mítica de los enanos, significa “el Abismo Negro”, y es un lugar oscuro que todos los seres vivos intentan evitar. Pero la Comunidad del Anillo deberá atravesarlo para llegar a cumplir su misión de destrucción del mal.

Mucho antes de que Tolkien inventara esta mitología, Moria es un nombre bíblico que aparece en el libro del Génesis. No sabemos dónde está ese “país de Moria” donde Abraham debía llevar a su hijo Isaac para ofrecerlo en sacrificio sobre uno de sus montes.

La tradición judía identificará simbólicamente este monte con el monte del templo posterior construido por Salomón, en la colina norte de Jerusalén. De esta manera, el sacrificio de Isaac aparece como origen y fundamento de los sacrificios posteriores realizados por los sacerdotes en el monte del templo.

La tradición cristiana, por su parte, también realizó su propia identificación simbólica: el monte Moria sería el monte Calvario, donde el definitivo Isaac iba a ser sacrificado para bien de todos.

Cuando alguien lee el capítulo veintidós del libro del Génesis se pregunta estupefacto: ¿Es que Dios pide sacrificios humanos? Si tal fuera el caso, ¿no debería Abraham haber desobedecido, como insinúa Kant, el gran filósofo? ¿Qué hay de más valioso que la vida humana?

El sacrificio de Isaac es un texto fundamental para la tradición judía y cristiana y, por ello, es importante llegar a comprenderlo correctamente. Creo que, como en tantos otros textos de la Escritura –el texto de Caín es sintomático–, no se ha comprendido bien su significado original y nos hemos metido, a menudo, en un callejón sin salida ante el problema del “Dios del Antiguo Testamento”.

Un primer dato, que toda la exégesis moderna acepta, viene en nuestra ayuda: este texto, como tantos otros, no se escribió en vida de Abraham, no es una crónica de un suceso truculento de religiones superadas. Es un texto muy posterior, que reflexiona sobre los orígenes de la religiosidad israelita y el sentido de los sacrificios.

Por otro lado, para comprender bien su significado, tenemos que relacionarlo con otros textos de la Biblia hebrea: la última plaga de Egipto, donde mueren todos los primogénitos de los egipcios –hombres y animales–, pero los primogénitos de Israel son protegidos, precisamente, por el sacrificio del cordero, son rescatados por su sangre. También es importante tener en cuenta el entorno social y religioso de la cultura cananea y otras muchas: la práctica de sacrificios humanos, que los profetas siempre rechazaron como contrarios a la religiosidad de Israel. A pesar de ello, algunos reyes de Jerusalén llegaron a sacrificar niños alguna vez en el valle de Jinón, al sur de la ciudad santa. Los profetas criticaron esta práctica como idólatra e inhumana, no querida por Dios.

¿Qué significa, por tanto, la orden de Dios que prueba a Abraham pidiéndole que sacrifique a su hijo amado, su esperanza y su futuro, en el país de Moria? Es una reflexión sobre el sentido profundo del sacrificio.

La vida le pertenece a Dios, la fecundidad, el futuro y el origen. Por eso, en todas las religiones se practica el sacrificio de animales y la ofrenda de plantas. Existe una verdad fundamental, una intuición verdadera en esta práctica. Pero la vida humana, precisamente por ser de Dios, ha de ser siempre respetada, rescatada. Por eso, Israel ha introducido en la historia religiosa y social de la humanidad el respeto por el niño, por el pequeño. A diferencia de los egipcios –sus primogénitos mueren, sacrificados a sus dioses–, a diferencia de los cananeos –sus hijos también son ofrecidos– los primogénitos de Israel son rescatados: Isaac sería el primero, porque fue el hijo del padre de Israel.

Afianzada en Dios, la vida humana adquiere su inviolabilidad y dignidad mayores. También hoy estamos viviendo este drama en nuestro ambiente de paganismo idólatra.

Manuel Pérez Tendero