Aleluya

Después de muchos meses, escribo el artículo dominical solo en mi despacho. Ya no está aquí la cama articulada que una familia a quien no conocemos nos prestó como servicio desinteresado. Tampoco está, sobre esa cama, el colchón anti-escaras que una familia amiga nos trajo como signo eficaz de su cariño. Ya no pisan esta habitación los pies de tantos amigos que miraban con ternura, cara a cara, la debilidad del enfermo. Ya no se escuchan sus besos, ni se deja ver su sonrisa sincera, profunda, que surgía ante la mirada paciente de quien estaba postrado.

El equipo de paliativos ya no visita, con su profesionalidad y humanidad, esta habitación convertida en hospital.

Este despacho, lleno de libros, se ha desbordado de memoria; ha sido habitado por una sabiduría que excede la que se puede escribir en papel: ha llegado escrita en la carne dolorida de un creyente.

Acompañar un enfermo, cuidar sus heridas, sonreír ante su mirada, escuchar su interior, aprender paciencia junto a su dolor, es pura escuela de vida, aprendizaje de humanidad. El mundo está lleno de sufrimiento acompañado: por eso tiene futuro el ser humano.

Cuanto menos podemos más limpia destella la dignidad de lo que somos. Cuanto menos parecemos ser, más ternura despierta en el otro nuestra persona en su desnudez. Somos “carne de obediencia”: aprender a acoger los tiempos que la vida nos marca, aprender a dejarnos moldear por esas manos invisibles que nos dieron la vida; ahí está la clave de la sabiduría y la posibilidad de porvenir.

Es tan grande la vida que nos permite dejar nuestros planes por amor a otro. Es tan bella la vida que nos permite mirarle a la cara al sufrimiento para descubrir la desnuda dignidad del amado. Es tan grande la vida que nos hace pequeños para que otros aprendan a amar junto a nuestra humillación.

Cuanto más nos empequeñece y nos derrota el destino, más limpia se refleja la luz de la providencia. Vamos estando en las manos de los demás porque estamos en las manos de Dios.

¿Para qué sirven las manos si no pueden acariciar al otro ni cuidar su cuerpo necesitado? ¿Para qué sirven los labios si no aprenden a sonreír con ternura ante su mirada? ¿Para qué necesitamos los oídos si no nos abren al sufrimiento y las alegrías de quien nos habla desde el fondo de su dolor y su esperanza?

¿Para qué aprendimos a escribir si no es para hacer memoria de todo lo que hemos amado? ¿Para qué hemos recibido el don de la imaginación si no podemos atisbar un futuro de luz apoyados en las promesas que hemos recibido?

¿Para qué la inteligencia si no para inventar caminos que nos acerquen al otro y mitiguen su dolor? ¿Para qué quieren moverse nuestros pies si no nos acercan a las sendas que otros recorren? ¿Para qué nos late el corazón si no aprende a conmoverse al ritmo del latido de otro corazón? ¿Para qué hemos aprendido a hablar si no nos brota una palabra de alabanza por tanta belleza alrededor?

Dios es Creador y a todos nos ha regalado la vida. Dios es Padre y a todos nos ha hecho hijos, nos ha regalado padres que nos han querido sin haberles pedido nada: nos lo dieron todo, hasta su futuro y su dolor. Dios es misericordia y nos ha regalado compañeros de camino junto a los que aprendemos la ternura.

Nacemos, morimos y, mientras tanto, amamos. El amor es más fuerte que el nacimiento: por eso sabemos que tenemos pasado, aquí, en los antepasados; allí, en el Amor que nos pensó antes de ser. El amor es más fuerte que la muerte: por eso tenemos futuro y vivimos con esperanza; la tumba no es límite para la misericordia del Creador.

¿Cuánto tiempo necesitaremos para agradecer tanto cariño como hemos recibido? La eternidad es un postulado del agradecimiento: necesitamos infinito para que quepa la memoria de todos aquellos que nos han acompañado y junto a los que hemos aprendido a ser.

Escribimos para recordar y para agradecer. Escribimos para alabar. Mi padre ha recibido la última llamada: que Dios sea bendito para siempre.

Manuel Pérez Tendero