Aprender a comer

La fiesta del Corpus surgió, en la historia de la Iglesia, para mostrar públicamente el mayor tesoro del cristianismo y, también, para afirmarlo en su autenticidad original frente a quienes pretendían tergiversarlo. La fiesta del Corpus quiere ser alabanza y verdad, fiesta y reflexión.

Además de escuchar y comer, la Iglesia se siente llamada a adorar en la Eucaristía. La adoración es fruto de la fe: solo se adora a Dios. Lo que escuchamos no es mera reflexión verdadera, sino palabra de Dios; lo que comemos no es solo pan de comunión y símbolo de fraternidad, sino el cuerpo de Jesús resucitado. Porque el que nos habla y se nos da es Dios, por eso, adoramos al escuchar y al comer.

Como en todas las dimensiones de la revelación cristiana, también la eucaristía ha sufrido una historia de dudas e intentos de domesticar el misterio.

Frente a un simbolismo que todo lo interpreta desde el protagonismo del hombre, la Iglesia ha afirmado la presencia real de Cristo en el pan, subrayando que es él el protagonista y el que reúne a la comunidad. La eucaristía no puede ser interpretada desde unas claves en las que sea innecesaria la fe. Tiene consecuencias más allá de la fe, posee un mensaje que desborda los límites de la Iglesia y el cristianismo, pero su esencia solo puede captarse desde la fe; porque hay algo más que pan y tarea nuestra en el banquete.

Esta fe en la presencia es afirmada en el fiel cuando se acerca, en procesión, al corazón del templo para comulgar. El sacerdote le ofrece “el cuerpo de Cristo” y él, para poder recibirlo, debe pronunciar el solemne “Amén” que acoge el misterio. Decir “amén” es afirmar la realidad divina que se le ofrece, es acoger el pan como sacramento de una presencia mayor. En el corazón del templo se produce un diálogo parecido al de Nazaret. Ante el anuncio del ángel, María pronunció su “fiat” –­palabra que nos gusta recordar en latín– y su cuerpo recibió el cuerpo de la Palabra. Ahora, ante la oferta del sacerdote, el creyente pronuncia su “amén” –palabra que nos gusta pronunciar con toda su fuerza en hebreo– para recibir el cuerpo resucitado de la Palabra.

Además de presencia de Jesús –Dios encarnado y hombre resucitado– la eucaristía es también sacrificio. Además de recibir el alimento que nos da la vida, también nos ofrecemos a Dios con el Hijo. La vida se pierde si no se entrega por amor; el camino se extravía si no se endereza gozosamente a su meta. Nuestra historia tiene mucho que ver con un esforzado regreso a la casa del Padre, al paraíso perdido, a la familia que nos da la vida. El amor tiene el rostro del perdón, la belleza se dibuja también con los trazos de un dolor que se va superando; el agua de la vida es también lágrima que nos brota de un corazón que ha experimentado el sufrimiento y no ha perdido la esperanza.

La eucaristía es sanación, es perdón, es regreso, es banquete para el hijo pródigo que vuelve, humilde, a recibir la misericordia.

En tercer lugar, además de presencia de Cristo y ofrenda a Dios, la eucaristía es banquete de comunión que construye la Iglesia, la comunidad. Es pan compartido y sobremesa en diálogo que, a través de la palabra y el alimento, nos hace amigos y nos abre a los que aún no están con nosotros; sobre todo a aquellos que no tienen pan ni palabra, que viven en el silencio y el hambre, que no pueden alimentar  ni su cuerpo ni su alma con el pan de la amistad. La eucaristía es caridad que se expande, familia abierta, amor que mira siempre más allá.

Para esto celebramos el día del Corpus: para aprender a celebrar la eucaristía con toda su hondura, sin perder ninguna de sus dimensiones. Convocados por nuestro Maestro, seguimos aprendiendo a escuchar, a comer, a adorar, a amar.