Aprender comiendo.

Desde Babel, el gran reto de la humanidad es la comunión. En el matrimonio, en las familias, en la ciudad, en los países, en las relaciones internacionales. En la Iglesia. Por desgracia, muchas de nuestras leyes y la mayoría de nuestros esfuerzos están encaminados a gestionar rupturas.

Convivir, aprender a amar, compartir tiempos y espacios, fracasos y proyectos, es la gran tarea del ser humano sobre la tierra. Y no es fácil. Fundar bien la comunión y aprender a restaurarla son, tal vez, las claves de nuestro futuro.

¿Cuál es la raíz, la condición de posibilidad de una comunión enriquecedora en igualdad? Escribiendo a los primeros cristianos europeos, en la ciudad de Filipos, san Pablo les invita a fundar la comunión en la humildad.

También la palabra que este domingo nos propone la liturgia tiene que ver con la humildad; y con la gratuidad. Son lecciones que Jesús propone en el contexto de una comida.

La comida es también un signo de nuestros tiempos. Casi todo lo celebramos con comidas. Porque comer juntos es lugar fundamental para construir amistad. Tal vez, la abundancia y el derroche de nuestros menús nos impida realizar la finalidad más hermosa de la comida: convivir, hablar, encontrarnos en la conversación.

También Jesús comía, y aprovechaba las comidas para ejercer de Maestro de vida, para destilar sabiduría desde las pequeñas cosas de lo cotidiano.

Es lo mismo que seguimos haciendo los cristianos domingo tras domingo: comer juntos, comer con el Maestro, para aprender vida y construir comunión. La Eucaristía construye la Iglesia y es siembra de una humanidad reconciliada.

La humildad y la gratuidad son las enseñanzas de la comida de esta semana. Ellas son la clave para la comunión. Por desgracia, estas actitudes no son siempre fomentadas desde otros ámbitos de la vida social.

El mundo de la competencia, el afán de lucro, las ideologías dominantes, algunas leyes, nos invitan más bien a fomentar el orgullo, la defensa de uno mismo frente a las pretensiones del otro. “Que la otra persona no quede por encima de mí” parece ser la máxima de muchos en la convivencia cotidiana. Sin saber que, a menudo, se vence por debajo, como se superan también muchos obstáculos: agachándose.

Cuando no hay amor, la humildad se ve como una humillación. Cuando hay posibilidad de futuro común, cuando hay cariño, la humildad se convierte en ofrenda hacia la otra persona y cimiento firme de una relación más duradera. La humildad no se puede exigir, como el amor; pero sin ella no hay comunión. Ni tampoco perdón, que es la posibilidad de restaurar y acrecentar la comunión.

Lo mismo sucede con la gratuidad. Nuestra mentalidad capitalista que idolatra el bienestar no comprende el valor de lo gratuito. Todo tiene precio, ¡pero qué difícil resulta encontrar el verdadero valor de las cosas!

Cuanto todo tiene un precio es imposible construir nada nuevo, es imposible tomar la iniciativa en el amor. Los amigos y consejeros que pululan a nuestro alrededor casi nunca nos aconsejan en la línea de la gratuidad: siempre nos empujan hacia el orgullo y el sacar partido. Al final, efectivamente, “sacamos partido”, pero perdemos el amor y nos quedamos solos.

Tal vez sea la soledad el gran signo de esta sociedad opulenta y egoísta, que multiplica los derechos y trivializa el amor, pero no sabe cimentar con verdad la comunión.

Sería deseable que, al menos en las eucaristías en torno al Maestro, algunos contemporáneos se atrevieran a aprender la lección: la mayor grandeza es la humildad y el mayor provecho es la gratuidad. Con ellas es posible superar la soledad y reconstruir la comunión.

Manuel Pérez Tendero