BAJO UNA SINAGOGA BLANCA

“Los restos de la sinagoga de Cafarnaúm conforman uno de los lugares más dignos de ser visitados en Palestina”. Así se expresaba un famoso arqueólogo en el siglo pasado. Gran edificio público, construido con piedra blanca caliza, traída desde lejos; dinteles bellamente labrados, columnas esbeltas: en el siglo cuarto de nuestra era una gran comunidad judía construyó un bello edificio junto al lago de Galilea. La piedra blanca resalta aún más entre los restos del poblado antiguo, todos ellos de basalto negro, piedra abundante en la región.

La entrada está orientada hacia el sur, hacia Jerusalén. Ahí se leía la Ley y todos los participantes oían la palabra con el cuerpo, la mirada y el corazón orientados hacia la ciudad santa.

Uno de los adornos más bellos de la sinagoga es un bajorrelieve de un arca de la alianza –lugar donde se guardaban los rollos de la Ley– con ruedas. Es algo más que una mera cuestión práctica: la Ley se mueve con los creyentes, Dios se mueve y camina con su pueblo.

Debajo de esta piedra blanca de la sinagoga, los arqueólogos han descubierto un muro de basalto negro, mucho menos cuidado. Debajo, aún, se extiende un pavimento, también de basalto negro. Muy probablemente, son los restos de una sinagoga anterior, tal vez del siglo primero, sobre cuyos restos los judíos de la época talmúdica construyeron su flamante sinagoga blanca.

Esta otra sinagoga anterior, menos deslumbrante, más pequeña, más “local”, puede remontarse a la época en la que un maestro galileo vivía y predicaba en Cafarnaúm.

El cuarto evangelio sitúa entre los muros de esta sinagoga uno de los discursos más importantes del Nazareno: un largo diálogo sobre el pan, fruto de un signo realizado en las inmediaciones: la multiplicación de los panes y los peces.

Lo más significativo del discurso, tal vez, no sea lo que Jesús dice, sino el cambio que consigue en sus contertulios.

Al principio, todos le buscan porque es el gran milagrero que nos sacia de pan. Este Maestro tiene poderes divinos, puede ayudar al pueblo, es capaz de liberarlo de sus enfermedades y miserias. La gente busca a Jesús, pero Jesús no comparte sus motivaciones. Él no ha venido a resolver las necesidades inmediatas del hombre. El pan multiplicado es un “signo”, tiene un mensaje, transmite una llamada.

A mitad de la conversación, la gente pide: “Señor, danos siempre de ese pan”. Jesús ha sido capaz de suscitar en ellos, con su conversación, el hambre de un pan distinto, más profundo, menos inmediato, el “pan vivo” que solo Dios puede dar.

Algo parecido había sucedido unos meses antes en Samaría. Jesús pidió de beber agua de un pozo a una mujer para poder conversar con ella y suscitar la sed de un agua nueva, “agua viva”, que solo Jesús puede dar. Pedir de beber para suscitar sed. Aquí, en Cafarnaúm, Jesús da pan para suscitar otra hambre.

El pan nuevo que Dios da es Jesús mismo, su persona y su obra. Con él, Dios nos trae pan físico para los hambrientos, pero también palabra viva para construir al hombre como persona y, sobre todo, pan vivo que nos alimenta para una vida plena, que comienza aquí pero que fructifica más allá de la muerte.

Todo el pan es importante pero, sin palabra, es posible que nos pase lo que a la multitud de Galilea: que nos quedemos en el pan inmediato y no comprendamos el signo. Entonces, el pan importa más que quien lo da; la necesidad, más que la persona. Entonces, nos quedamos a mitad de camino en la vocación para la que hemos sido creados.

Cada domingo, en nuestras sinagogas eclesiales, se repite la conversación de Cafarnaúm: muchos creyentes acuden –¡cada uno con sus motivaciones!– a buscar a Jesús. Después de una conversación con él, a la escucha de su palabra, nos invita a pedir el pan del Padre que, más tarde, nos acercamos a comer.

Manuel Pérez Tendero