Camino común (sin-odos)

Un mes dedicado por la Iglesia universal a hablar sobre la familia, a dialogar sobre los problemas y sus raíces para poder ofrecer propuestas. Este domingo comienza el Sínodo sobre la familia en Roma, el segundo ya si recordamos el Sínodo extraordinario del año pasado que quiso, ante todo, escuchar los retos de la familia en la actualidad.

La mayoría de los medios de comunicación buscarán las diferencias para ofrecer noticias llamativas, interpretarán los gestos y palabras desde esa especie de maniqueísmo actual que lo divide todo en conservadores y progresistas. ¡Estrecho criterio para afrontar la compleja problemática del ser humano y sus circunstancias!

Más allá de las interpretaciones, sesgadas o no; más allá de la hermenéutica mediática, malintencionada o no, el problema de la Iglesia es también un problema de hermenéutica, de interpretación de los signos por los que Dios nos habla y nos llama a actuar. Interpretada desde fuera, la Iglesia ha de interpretar desde dentro lo que su Señor le pide. El Sínodo es una cuestión de fe, y es normal que sus claves no sean comprendidas del todo por los que nada saben de ella.

La Iglesia no busca decir palabras que agraden a sus oyentes, ya desde los tiempos de Pablo de Tarso; no tiene la misión de legislar de forma más o menos abierta según los vaivenes de la historia o la ideología de sus dirigentes. La Iglesia se sabe llamada a un esfuerzo secular por ser fiel a sus raíces. Desde Jerusalén, en el siglo primero, los apóstoles fueron enviados a todas las geografías y a todos los tiempos para llevar el Evangelio de la encarnación a todas las culturas, para sembrar la semilla de la sanación en todas las tierras pisadas por el hombre.

La Iglesia está al servicio de una “misericordia que se extiende”, derramada plenamente en los caminos de Galilea y en un montículo a las afueras de Jerusalén. Dios ama al hombre con misericordia eterna: por eso existe la Iglesia. Ella no es la protagonista de la redención: lo es su Señor. Ella no se refunda a sí misma en la novedad de los siglos: busca ser fiel a su fundador, que la sigue acompañando y precediendo.

Sus raíces, su identidad, es hermenéutica fiel de su pasado: fidelidad a Jesús de Nazaret, que vivió y habló en el corazón de la historia, que se encarnó en lo concreto de nuestra carne.

Su novedad, su frescura, es también hermenéutica fiel a su Señor. Jesús de Nazaret no habita solo en la memoria de su pueblo: vive y actúa en la actualidad. Jesús de Nazaret es futuro y presente de la misión de su Iglesia.

La pregunta del Sínodo, por tanto, tiene una doble perspectiva: qué dijo Jesús de Nazaret y qué nos pide el Señor resucitado, a dónde nos conduce. Él es la clave de la continuidad y la verdad de la Iglesia, de sus propuestas y sus acciones.

Él sigue entregado por la sanación del hombre, de sus relaciones y su libertad. Él sigue amando para sanar nuestro amor, con sus heridas y fracasos. Sanar el amor humano es sanar la familia, las relaciones entre el varón y la mujer y entre los padres y los hijos. La Iglesia no tiene recetas para el hombre, no tiene soluciones si se aparta de Jesucristo.

Para sanar la familia, para sanar el amor, no es suficiente el mensaje, la palabra, ni siquiera una actitud individual de cercanía y cariño. Para sanar la familia, Cristo necesita familias; para recuperar el amor, hacen falta personas que actúen desde el amor; para construir la comunión, es necesaria una comunión previa que nos salga al encuentro.

La familia es objeto y sujeto de este Sínodo, de la misión secular de la Iglesia, quizá ahora como nunca. Por eso, en nuestras parroquias, que siguen buscando individuos catequistas que se comprometieran dentro e individuos militantes que se comprometieran fuera, se buscan cada vez más familias que vivan y testimonien la comunión, fuera y dentro. Porque el Dios de Jesús es comunión.

Manuel Pérez Tendero