Creer sin ver

“Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído”. Esta frase, pronunciada tal día como hoy, el domingo siguiente a la resurrección, resuena a lo largo de la historia de los creyentes como llamada del Resucitado a todos sus discípulos. Tomás nos representa a todos. La fe tiene que ver con la escucha, con los signos, con la visión; pero siempre es un don que nos hace ver más allá.

¿Qué es lo que estamos llamados a creer sin ver? Lo mismo que Tomás: la verdad del Resucitado, su triunfo sobre la muerte. Pero, desde él, también estamos llamados a creer en otras muchas cosas, que tampoco acabamos de ver.

Creemos que somos hijos de Dios, que la fuerza del Espíritu actúa en nuestros cuerpos limitados. Esta “verdad en mí de la resurrección” tampoco es evidente. El cristiano no siempre se ve mejor persona, más feliz, más convencido, transformado por la misericordia y con capacidad para responder a los demás desde el amor. Creemos que somos hijos de Dios, creemos en la presencia del Espíritu en nosotros: tenemos signos de ello, nos esforzamos por ver llegar sus frutos, pero no es una evidencia adquirida, no es una certeza psicológica.

Algo parecido sucede con el señorío del Mesías sobre la historia. Sabemos que, una vez resucitado, Jesús de Nazaret ha recibido todo el poder de parte de Dios y conduce definitivamente los designios de la humanidad. Pero no es esta una verdad evidente. A menudo, los signos que captamos son más bien los contrarios: ¿Dónde está el Reino de Dios y su justicia? ¿Dónde queda la victoria del Cordero ante las nuevas Bestias que se renuevan sin cesar? Tenemos también signos positivos, de un bien creciente, imparable, sencillo, que habita entre los hombres. Pero, en definitiva, el señorío de Cristo sobre el mundo es objeto de nuestra fe. Por eso, quien no cree, desespera.

También la presencia de Cristo en el corazón de su Iglesia es objeto de nuestra fe. Hay muchos santos entre nosotros, no solamente en el pasado; muchos voluntarios, muchos convertidos, mucha gente sinceramente creyente. La Iglesia realiza muchos servicios a la humanidad: ahí están sus frutos, visibles y menos visibles. Pero también experimentamos el pecado de los cristianos y los límites de la institución eclesial. ¡Nos falta tanto camino por recorrer!

¿Por qué la oración no nos transforma más? ¿Por qué el pan que comemos no nos hace más hermanos? ¿Dónde está la fuerza del sacramento del bautismo en tantos creyentes sin fe? ¿Dónde está el soplo impetuoso del Espíritu en tantos jóvenes confirmados? ¿Dónde quedó la gracia de la vocación en tantos hermanos consagrados?

Los cristianos creemos en la presencia del Resucitado en medio de nosotros. No es una presencia evidente, ni para los de fuera –¡claro está!–, ni tampoco para los de dentro. Los de dentro creemos en esa presencia: tenemos signos, tenemos experiencia de ella, pero la sabemos cierta por pura gracia.

Como Tomás, cada domingo nos acercamos al Cenáculo para poder ver desde las claves de la fe. Nos reunimos en comunidad porque el Señor nos prometió hacerse presente cuando nos reunimos en su nombre: junto a él, en la presencia de los hermanos, aprendemos a ver, a creer la realidad firme de Dios en medio de la historia.

Como Tomás, sabemos que solo las heridas del Mesías nos abren la puerta para entender la verdad más profunda del mundo y de Dios. El costado abierto de Jesús, levantado en la cruz, nos hizo ver los latidos del corazón de Dios. Ahora, resucitada, esa fuente ha quedado abierta para siempre: podemos acercarnos a ella y beber la misericordia para creer en Dios y en el futuro; para apostar por la justicia y la reconciliación; para esperar el triunfo definitivo de la belleza y el hombre.

Queremos ser dichosos y hemos aprendido con Tomás que, para ello, la puerta es creer.

Manuel Pérez Tendero