CRUZANDO EL MAR

“Vamos a la otra orilla”. Menos de quince kilómetros, pero ¡cuánta distancia entre ambas orillas del lago de Galilea! En este lado, la ribera judía, con sus pequeñas ciudades; al otro lado, la Decápolis, la costa pagana. Fueron muchas las ocasiones en que Jesús cruzó el lago para llegar a la orilla que no era la suya, la de sus antepasados y tradiciones.

Los evangelios han conservado este trasiego de Jesús en barca, no solo como recuerdo histórico, sino como fundamento del camino posterior de sus discípulos: hemos de cruzar a la orilla que no es la nuestra, en el nombre del Maestro hemos de atrevernos a atravesar el mar.

No hay ninguna persona ajena al amor de Dios, no existe ningún tema que le sea extraño al Evangelio, no hay rincón donde el Maestro no quiera llegar en su barca. Ninguna orilla le es ajena a la Iglesia porque ninguna realidad es ajena a Dios y a la entrega de su Hijo.

Las orillas lejanas de la geografía, las riberas de quienes no han oído nunca hablar de Reino y Evangelio, las de aquellos que, habiendo oído, lo rechazan, o creen saberlo ya todo y cierran sus oídos pensando que la Iglesia ya no aporta ninguna novedad. La orilla de la ecología –como el papa nos acaba de recordar en su reciente encíclica–, la orilla de las familias rotas o de los hogares casi vacíos, las costas bien cercanas de los marginados de todo tipo,…

La barca de Jesús, su Iglesia, está llamada a remar hacia esas orillas. Quizá no tenga muchas respuestas, o tal vez no sepa muy bien qué hacer, pero debe estar allí, con una palabra que no es suya y una presencia que desborda su presencia. El dueño de la barca, el Señor de la misión, aquel que creó todas las orillas y sus habitantes se lo está pidiendo a sus discípulos: “Remad”.

Él es también Señor del mar.

A menudo, el problema no está allí, en la orilla, sino en la distancia, en los pasos que hay que dar, en el mar que se debe atravesar, en los miedos. El Evangelio de este domingo nos habla de tormenta, de olas que rompen contra la barca, de fuertes huracanes. El mar es más fuerte que la barca, sus fuerzas dominan la destreza de los marineros. En la misión, las dificultades, muy a menudo, son más grandes que los medios con los que contamos y la voluntad que podemos poner. No siempre es suficiente la pericia de los navegantes y la preparación de los misioneros: el mar está ahí, con su fuerza amenazadora y desbordante.

Pedro y los suyos temen. No pueden hacer nada: la barca es más pequeña que el mar. Y su Maestro duerme, atrás, en la popa. Él ha hecho milagros entre las personas, ha dominado endemoniados, su palabra tiene mucha autoridad. Pero, ¿podrá con el mar? Es más, ¿querrá despertar?

Despierta y los discípulos comprueban que él es también Señor del mar, que también tiene dominio sobre los demonios de las aguas. La barca es pequeña, pero su dueño es poderoso.

Cuando llega la calma, Jesús les recrimina: “¿Aún no tenéis fe? ¿Por qué sois tan cobardes?” ¿Qué tiene que ver la valentía con la fe? Los discípulos no acaban de conocer al Maestro y su poder, no acaban de entender su presencia dormida en el fondo de la barca.

Este sigue siendo también el gran reto de la barca de Pedro que sigue surcando los mares de la misión. El viento y las olas son más grandes que la nave, las dificultades, en muchas ocasiones, son más fuertes que la Iglesia. Así debe ser. Porque la esencia de la Iglesia y su misión es la fe, es decir, la seguridad de que su Maestro no duerme, sino que habita en ella, está en la barca; y ese Maestro es Señor del mundo y de la misión, dueño de todas las orillas.

Manuel Pérez Tendero