De los pastores al Cordero.

La simbología es una de las claves fundamentales del arte; la capacidad de sugerir, de invitar a ver más allá de lo que se ve. La metáfora en la literatura, la imagen en la poesía y en las artes plásticas.

La Escritura está llena de imágenes para intentar transmitirnos el misterio de la vida y el misterio de Dios. Una de las imágenes bíblicas más importantes y sugerentes es la que aplica a Dios la función del pastor. Su pueblo, por tanto, es rebaño, lleno de ovejas y corderos que son tratados con ternura por el dueño del redil.

En el Nuevo Testamento, son muchos los símbolos que se aplican a Jesús de Nazaret. Entre ellos, algunos son figuras de animales. Posiblemente, el símbolo más característico, y el que sin duda más ha sido representado en la historia del arte cristiano es el del cordero. Al final de cada Eucaristía, los fieles a punto de comulgar lo repiten hasta tres veces: “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo…”

¿Quién introdujo esta simbología del cordero para aplicarla a Jesús? Lo vamos a escuchar este domingo en nuestras misas: Juan Bautista designa a Jesús recién ungido en el Bautismo como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. ¿Qué significa esta metáfora aplicada a un varón judío del siglo primero? ¿Quién es este maestro galileo al que se le llama cordero?

La explicación solo va a llegar al final del ministerio de este maestro, cuando sus días finalicen a las afueras de Jerusalén. Según el cuarto evangelio, Jesús murió el viernes, catorce de Nissán, el día anterior a la Pascua judía. Durante ese día, especialmente al mediodía, los corderos de pascua eran sacrificados en el templo por lo sacerdotes para que las familias pudieran cenar esa noche según el ritual que recordaba la liberación de los israelitas de la esclavitud de Egipto.

A esa misma hora de los sacrificios, con una ciudad agitada en la parte este de las murallas, donde se elevaba el magnífico templo ampliado por el rey Herodes, en la otra parte de la ciudad, en el oeste, frente a la puerta, son crucificados tres reos por parte de los romanos. Uno de ellos es el Maestro de Nazaret, aquel que había hablado de Dios como Padre y se consideraba llamado a entregar la vida.

La noche anterior, en la intimidad de una cena de despedida, había interpretado su muerte inminente desde el fruto de la vid contenido en un cáliz que todos compartieron: “Este cáliz es mi sangre derramada por los pecados”.

Era muy difícil que, el día siguiente, con aquellas palabras en la memoria y con el sonido del griterío de la fiesta y el sacrificio, los discípulos no unieran ambas escenas de muerte en los dos extremos de la ciudad santa.

Cuando son sacrificados los corderos, muere Jesús en una cruz. ¿No había hablado él de su vida y su muerte como sacrificio, como alianza renovada, como perdón derramado? ¿No será, entonces, él el verdadero cordero de pascua, el que muere por los primogénitos del pueblo?

Había textos en los profetas, en los Salmos, en las historias de los patriarcas, que apuntaban en la misma dirección: el sacrificio de Isaac, el Siervo como cordero, el profeta Jeremías perseguido como cordero llevado al matadero. El sentido profundo de la muerte de Jesús quedaba, de esta manera, profundizado y convertido en símbolo para transmitirlo a los demás.

San Juan Bautista, entonces, está siendo profeta del significado profundo de la muerte del recién bautizado en el Jordán. Desde el principio se está apuntando hacia el final.

Dios, pastor del pueblo, ha enviado a su Hijo como cordero. Él muere y vive para que todas las ovejas encontremos las huellas del pastor y reconozcamos su voz.

La paradoja mayor la explicitará el vidente del Apocalipsis: el Cordero, degollado, vence a todas las bestias y a todos los obradores de violencia. En Jesús, en aquella Pascua única, ha triunfado para siempre la mansedumbre y la entrega.

Manuel Pérez Tendero