Desead la paz a Jerusalén

¿Cuáles son las claves para la paz en Oriente Próximo? Parece que se nos escapan o, al menos, parece que, quienes allí viven y deciden, las ignoran.
Una de las claves más importantes de la “forma de estar” en la tierra de Canaán, desde los tiempos bíblicos, es la relación con la tierra. Aferrarse a la tierra es una de las dimensiones fundamentales del conflicto milenario que allí se vive. La posesión de la tierra.
Leo, a menudo, que la parte árabe del conflicto piensa que los judíos, como antaño los cruzados, son extranjeros venidos de Europa y que, tarde o temprano, tendrán que marcharse de una tierra que no es suya. Muchos europeos piensan de la misma manera, sea cual fuere su opinión sobre el futuro del conflicto.
Pero esto no es exacto. Por una parte, los judíos ya estuvieron allí largos siglos; pero, sobre todo, los árabes también llegaron allí en el siglo VII, bajo el mandato del califa Omar. En Tierra Santa dominaban los griegos de Bizancio y vivían, sobre todo, cristianos autóctonos que hablaba arameo, una lengua que aún se mantiene en algunas familias. La religión musulmana y la lengua y cultura árabes llegaron unos quinientos años después de que los judíos fueran expulsados de aquella tierra por el emperador Adriano.
Mucho tiempo atrás, habían llegado por mar los filisteos –palabra de la que deriva “palestinos”– y ocuparon la zona entre el Mediterráneo y la montaña. Con el tiempo, este pueblo acabó desapareciendo entre las múltiples invasiones de la historia.
En la misma época en que los filisteos llegaban por el mar, los israelitas entraban –según la tradición bíblica– desde el desierto, tras una larga travesía que, desde Egipto, les devolvía a la tierra de sus padres. Efectivamente, allí habían vivido Abraham, Isaac y Jacob, antepasados de los israelitas, pero apenas habían poseído un pedazo de tierra entre las ciudades cananeas. Es más, ellos mismos habían llegado desde fuera, desde el norte y el este, desde su tierra natal en Mesopotamia.
Todos los que hoy se disputan Tierra Santa han llegado de fuera, en un momento u otro de la historia. Los cristianos creemos que el mismo Hijo de Dios llegó desde fuera a su tierra, llegó desde el seno del Padre, desde el origen del ser, para habitar una tierra y tocar, desde ella, a toda la humanidad con un amor que salva.
Jesús de Nazaret, como Abraham, vivió su relación con la tierra como peregrino, como caminante que no posee un lugar siquiera donde reclinar la cabeza. La tierra es un medio; las personas, no.
Como muy bien saben los judíos y los palestinos, con todos los orientales, la tierra es una oportunidad para la hospitalidad, un espacio de encuentro, un desierto inhóspito que nos hace experimentar la necesidad que tenemos los unos de los otros.
Será siempre una pregunta sin respuesta la cuestión de quién ha estado antes allí. Los creyentes sabemos, leyendo el texto bíblico, que el primer hombre también llegó desde fuera: Dios colocó a Adán y Eva en el Edén para que lo cultivaran y fueran felices desde las claves del amor. La tierra es de Dios y se la ha dejado al hombre para que la trabaje y transforme, para que la convierta en hogar y lugar de encuentro. Por el pecado de la posesión, desde entonces, Adán y Eva con sus hijos se viven como extranjeros y expulsados, en camino continuo. Por eso llamó Dios a Abraham: para convertir el camino sin rumbo del hombre herido en peregrinación hacia una tierra definitiva, hacia un paraíso recuperado.
La fe, la religión, debería ayudarnos a desprendernos de la tierra, a considerar más importante al prójimo que el lugar, a saber que no somos dueños sino arrendatarios, que no estamos aquí para quedarnos, sino para caminar.
Tal vez, el sujeto humano que podrá construir la paz habrá de ser el verdadero hijo de Abraham, que conoce las claves de su antepasado y piensa desde Dios, el padre común, que nos ha dejado una tierra para que labremos nuestro futuro común más allá de ella.