EL MURO DERRIBADO

“Ningún extraño podrá entrar en el recinto protector alrededor del santuario y quien fuera atrapado allí únicamente tendrá que culparse a sí mismo por su consiguiente muerte”.

Así reza una de las dos inscripciones escritas en griego que se han encontrado en el antiguo templo de Jerusalén, del siglo I de nuestra era. La mejor conservada está en el museo de Estambul.

En el grandioso y concurrido templo que Herodes el Grande construyó, ampliando el segundo templo judío de la época persa, había una gran cantidad de pórticos y atrios. Sabemos que una balaustrada de altura media separaba el atrio de los gentiles de las zonas reservadas a los israelitas. Los no judíos podían entrar al templo, pero hasta un cierto lugar. Santidad significa separación, distancia. La trascendencia de Dios era significada por toda una serie de separaciones, bien visible en la construcción del templo, donde quedaba preservado de toda presencia humana el sitio más sagrado, el santuario, el lugar simbólico donde Dios habitaba en la tierra. En aquel recinto, solo el sumo sacerdote podía penetrar, y solo un día al año: la fiesta de la Expiación.

La balaustrada o muro que prohibía la entrada a los paganos era el símbolo de Israel como pueblo santo, elegido. Otro de los signos de la trascendencia del Dios de Abraham.

Tomando como punto de partida simbólico este muro físico que todos conocían en Jerusalén –estamos aún en los años anteriores a la destrucción del templo–, san Pablo hace una profunda reflexión sobre el misterio de Jesús de Nazaret: con su cruz, él ha destruido este muro y lo que significa, ha derribado todos los muros de separación entre los hombres. Con Jesús de Nazaret, el Dios trascendente ha venido a nosotros.

Han hecho falta siglos de educación en la alteridad de Dios para que, ahora, podamos comprender en su justa medida la cercanía gratuita de ese Dios siempre misterio. Las separaciones del templo han sido necesarias para poder intuir la gracia inmensa que implica la cercanía de Dios, su encarnación.

Según los evangelios sinópticos, al morir Jesús también se rasgó otro lugar del templo: el doble velo que separaba el santuario del santo, donde los sacerdotes realizaban el culto diario; se rasgó la última separación hacia Dios en el lugar sagrado. San Pablo y los evangelios están diciendo lo mismo: el muro más exterior del templo y la cortina más interior se han roto con la cruz de Jesús. Unos, insisten más en la cercanía de Dios; san Pablo, en la unidad que ha producido entre todos los hombres esa cercanía.

El odio es un muro. Pero también lo son las leyes, las disposiciones religiosas que secularmente el hombre ha construido intentando preservar la divinidad de Dios. Jesús ha roto el pecado y nos ha abierto el acceso a Dios. Con ello, ha roto también las divisiones entre los hombres. La Iglesia, nacida a los pies de la cruz del Nazareno, tiene vocación de catolicidad, de unidad, de reconstrucción. La Iglesia es el pueblo que ha recogido la unidad brotada del amor de Jesús muriendo y lo debe extender por el mundo.

Esta vocación ya estaba anunciada en las primeras palabras que Abraham, el padre de todos los creyentes, recibió por primera vez del Todopoderoso: “Por ti serán bendecidos todos los linajes de la tierra”. Jesús ha venido a llenar de realidad aquella promesa y ha puesto a su Iglesia como sembradora de esta promesa realizada.

En los últimos siglos de la historia de la humanidad, desde la gran separación religiosa que sufrió Europa en el siglo XVI y las consiguientes “guerras de religión”, muchos han querido buscar otro fundamento de unidad más allá de las antiguas religiones, incluida la cristiana. Y lo han querido encontrar, precisamente, en lo que san Pablo vio como principio de separación: en la ley, en la ética.

¿Será capaz el cristianismo de responder a este reto con humildad y volver a levantar el signo del Crucificado como única posibilidad real de unidad entre los hombres y de estos con Dios?

Manuel Pérez Tendero