El siervo

¿Puede un gobernante cumplir la voluntad de Dios?

Cuando nacía el imperio persa, un profeta anónimo de Israel, desterrado en Babilonia, escribió un conjunto de poemas sobre un anónimo Siervo de Dios. Es una figura enigmática, alguien por medio del cual Dios actúa en medio de la historia. En el primer poema, Dios mismo presenta a su Siervo: es un elegido, en quien Dios se complace y lo sostiene, lo ha tomado de la mano, lo ha moldeado como nuevo Adán en medio de la creación. Este envidado recibe el Espíritu para realizar su misión. Una misión de la que se subraya, en primer lugar, el estilo: sin voces, sin violencia, ayudando a sostenerse a los más frágiles; con una fuerza que nada impone, sino que está al servicio de la debilidad de los otros. Su tarea consiste en instaurar la justicia en el mundo, librando a los cautivos y dando luz a los ciegos.

¿Quién es este enigmático Siervo que el profeta nos presenta de una forma tan bella? ¿A través de quién actúa Dios para instaurar su justicia en la historia? Para los cristianos, está claro que estas palabras se aplican, en primer lugar, a Jesús de Nazaret: él llena de realidad toda la belleza del canto del Siervo.

Pero, en su origen, en la época histórica en que se escribió, ¿en quién pensó el profeta en primer término? ¿Quién es el personaje que, en aquella época, fue mediación de la salvación de Dios?

Unos piensan que se refiere a sí mismo: los profetas son siervos de Dios que proclaman su justicia y reciben el Espíritu para ello. Otros, en cambio, creen que se refiere al pueblo mismo, como mediador de la bondad de Dios entre los demás pueblos. Pero quizá estén más cerca de la verdad quienes piensan que el profeta se refiere a Ciro, rey de Persia, que entró victorioso en Babilonia y permitió que los exiliados judíos fueran liberados y pudieran regresar a su patria. Ciro aparece en otros lugares del texto, incluso nombrado como “ungido de Dios”.

¿Puede Yahvé, Dios de Israel, actuar a través de un rey extranjero que ni siquiera lo conoce?

Años atrás, otro profeta, Jeremías, gritaba al pueblo que se sometieran a Nabucodonosor, rey de Babilonia. Dios actuaba a través de este rey extranjero y prepotente para castigar a su pueblo: debían aceptar ese castigo de sometimiento pasajero para que no llegara el castigo mayor de la destrucción. El pueblo no hizo caso a Jeremías.

Ahora, muchos años después, otro profeta piensa lo mismo que Jeremías, pero en positivo. Si antaño el Dios de Israel se sirvió de un gobernante extranjero para educar a su pueblo, ahora hace lo mismo para salvarlo.

En Dios están los designios de la historia. Él no solo actúa a través de aquellos que le conocen y le sirven: puede suceder que los gobernantes buenos –como Ciro– o malos –como Nabucodonosor– estén al servicio de los planes de Dios con respecto a su pueblo. Siempre hay algo que aprender.

La historia no es solo la arena en la que luchan el bien y el mal, a menudo confundidos en nosotros mismos. La historia no es solo actuación moral y esfuerzo nuestro por cambiar las cosas. En la historia también actúa la providencia divina. Lo hace, sí, por medio de sus profetas, de aquellos que conocen su voluntad y se esfuerzan por cumplirla; pero también lo hace a través de otros personajes que, incluso, pueden no conocerlo. Al menos, así lo vieron los profetas de Israel.

Los “siervos de Dios”, los ministros de su obrar en el mundo, son numerosos. Puede haber, incluso, gobernantes que cumplen la voluntad de Dios a pesar suyo; no creo que Nabucodonosor pretendiera dar gloria con sus actos al Dios de los judíos.

Dios no deja de amar a su pueblo y no ha dejado de la mano esta historia nuestra cuyas claves están en Belén y cuya meta es la liberación plena del hombre.

Manuel Pérez Tendero