En público

Hoy termina el XVIII Congreso de Católicos y Vida pública en Madrid. No he podido asistir, pero me ha llenado de alegría poder leer el programa con toda la riqueza de sus propuestas. Me parece fundamental que existan en España asociaciones que sigan apostando por la presencia de los cristianos en la vida pública. No son tiempos fáciles para esa presencia, especialmente en nuestro país.

El tema de este año me hace pensar. “Yo soy cristiano: hechos y propuestas”. No es lo mismo ser que decir; no es lo mismo ser por dentro que aparecer por fuera.

Por un lado, puede haber personas que parecen buenas y no lo son. Puede haber personas que parecen cristianos y tienen hábitos religiosos, pero que no son cristianos de corazón y con hondura. Ya lo denunciaban los profetas hace casi tres mil años: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. “Las apariencias engañan”; es importante ese deseo de autenticidad que parece flotar en la conciencia colectiva de nuestra sociedad. La hipocresía y la falsedad tarde o temprano se descubren, no tienen futuro con fruto.

Pero también puede suceder lo contrario: ser y no querer manifestar lo que somos. Además de la falsedad, también puede encadenarnos el miedo. La cobardía no es mucho mejor que la hipocresía.

Somos interioridad y exterioridad, pensamiento y palabra, espíritu y carne, piel y huesos, pensamiento y acción. La autenticidad se construye desde la integración de todas las dimensiones de la persona. El amor debe estar en lo profundo del corazón, pero también en la ternura de las caricias; la misericordia debe brotar de las entrañas, pero tiene que realizarse en la cercanía concreta hacia quien sufre. La fe debe estar bien cimentada en las dimensiones más hondas de la persona, pero tiene que dar forma a todos sus actos y palabras.

No sé qué nos falta más, no sé cuál es el peligro mayor en nuestro tiempo: la hipocresía o el temor. Es verdad que tenemos tendencia a funcionar deprisa y, por tanto, a vivir en la superficie; es verdad que nos cuestan las conversaciones largas y las reflexiones con esfuerzo; es verdad que los compromisos nos asustan y preferimos no tener proyectos que impliquen fidelidad. Pero también es verdad que existen ciertos temas que no queremos compartir con nadie, que muchos sentimientos se quedan en el silencio de nuestra conciencia, que nuestros sueños más profundos y audaces se olvidan en una memoria que no se comunica.

No sé en qué dimensión es más deficitario nuestro cristianismo. ¿Tenemos practicantes poco creyentes o creyentes poco practicantes? ¿Tenemos católicos visibles con poca hondura, o creyentes profundos con poca visibilidad? ¿Qué pecado amenaza más a nuestra Iglesia, la hipocresía o la cobardía? Tal vez no estén tan lejanos ambos peligros.

Tal vez, no nos atrevemos a manifestar lo que somos porque no lo somos del todo. Es posible que la superficialidad sea la causa profunda de que nos falten ambas dimensiones: autenticidad y valentía, interioridad y manifestación externa de lo que somos.

Desde Descartes, la modernidad se ha visto en la necesidad de “demostrarlo” todo. Pero, probablemente, la clave no está en demostrar –¿no es, en el fondo, una duda lacerante, una debilidad de la razón, esa necesidad por probarlo todo?– sino en mostrar, en manifestar, en proponer, en dejar brotar.

“Católicos en la vida pública” no significa que tengamos que demostrar nuestra fe a nadie, tampoco a nosotros mismos. Hay algo más profundo: lo que se ama se comunica; lo que se ha recibido, se transmite; la fe cristiana es radicalmente misionera, abierta.

Queremos que nuestra fe dé frutos. Y confiamos en el Labrador.

Manuel Pérez Tendero