Era verdad.

La semana acaba con el sábado. Ha pasado la fiesta y es tiempo de volver al trabajo. Dios lo comenzó todo con el primer día de la semana y descansó el séptimo. Las mujeres discípulas de Jesús van a acabar lo que parece que quedó a medias en el pasado: los aromas, la sepultura definitiva. Algunos discípulos, después de pasada la Pascua y tras el fracaso de la cruz, vuelven a lo cotidiano de sus antiguas tareas: Emaús, Galilea. En todos, está la mirada al pasado: la vida continúa; llena de nostalgia, cargada de ilusiones no cumplidas: mayor razón aún para volver a lo de antes, a lo real y pequeño, a la rutina. Ha muerto el Maestro, pero nuestra vida continúa.

Algo parecido a lo que vivieron los discípulos de Jesús en los orígenes del cristianismo vivimos ahora los cristianos cuando va acabando la Semana Santa: es tiempo de recoger, de acabar la fiesta y volver al trabajo, a la vida, a las tareas de siempre.

Pero Jesús sorprendió a todos en el primer día de la semana. Cuando regresaban a su vida con minúsculas, les sorprendió la Vida traída por el Crucificado. La vida empieza ahora, comienza una nueva semana, la definitiva de la historia. El fracasado nos ha traído la victoria de Dios para el hombre. La muerte ya no es el final.

La resurrección de Jesús no es solo un dato más de su biografía, un acontecimiento como todos los vividos en su vida pública. Gracias a ella, el pasado se reviste de nueva luz y el futuro tiene otros horizontes.

Todo lo que Jesús había hecho por los enfermos y necesitados, su comunión de mesa con los pecadores, sus parábolas que nos enseñaban a mirar desde otro lado el misterio de la vida, su conciencia de hijo, su autoridad y su ternura… Todo esto pudo haber sido un sueño hermoso, efímero como toda belleza humana. Esperanzas de liberación, sueños de perdón y de bienaventuranza: ¿dónde quedaba todo ello? Se habría perdido en los rincones de la historia. Pero, gracias a la resurrección, resucitan todas sus palabras y gestos, se hacen posibles todas sus promesas. La resurrección de Jesús reviste de verdad todo su pasado.

El Sermón del Monte, las parábolas de la Misericordia, la comunidad de los discípulos: ¿qué sería todo ello si hubiera acabado con la muerte del Maestro? La resurrección de Jesús da cuerpo a todo su camino. Es real cuando nos ha dicho y prometido. Todos sus actos, en aquel breve espacio de tiempo que fue su vida pública, se convierten en signos de cuanto queda por hacer, a él, que vive para siempre, por nosotros.

La Iglesia sería mentira si Jesús no hubiera resucitado. No custodiaríamos una presencia, no seríamos sacramento de nadie; sino pura comunidad humana que vive de un conjunto de doctrinas del pasado.

Si Jesús ha resucitado, aquel a quien llamaba Padre suyo es el Dios de todos los hombres, el Creador que se nos ha dado y nos llama a la vida. Si Jesús ha resucitado, es real su pretensión, su condición de Hijo, y son verdad todas sus promesas. Podemos creer en lo que dijo y podemos esperar su salvación.

Por eso, la Iglesia celebra como ninguna otra cosa en el año este día de Vigilia y Vida, este primer día de todas las semanas, esta noche de Luz y Realidad. La Iglesia, en medio de las contradicciones de la historia y cargada con sus propios límites, se convierte en testigo de vida y esperanza para todos.

Hemos de seguir luchando por el bien: pero el mal ya ha sido derrotado en su raíz. Hemos de seguir protegiendo la vida: porque la muerte ya ha sido definitivamente vencida para el hombre. El odio y la violencia, a pesar de toda su apariencia de fuerza, ya no pueden acabar con el hombre: ni la muerte es obstáculo para la vida que Dios ha decidido regalarnos. ¡Feliz Pascua para toda criatura!

Manuel Pérez Tendero