Gloria y Misión

La Procesión es un hecho apologético y doxológico. Apologético, porque nació para defender la verdad de la Eucaristía, la realidad de la presencia. Doxológico porque busca, en medio de la ciudad y de la historia, alabar al Señor del pan y de todos, al Creador que nos ha amado.

El hombre está hecho para buscar la verdad y para glorificar la belleza: ahí encontrará su felicidad más auténtica.

Pero la apologética y la doxología se pueden adulterar. Toda la vida, al menos la del creyente, es una gran procesión en que “llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios no de nosotros”. Cuando la vasija quiere suplantar al tesoro, cuando quiere ser protagonista en su belleza efímera y deja de ser signo que muestra la belleza que porta, deja de ser doxología y se convierte en afirmación de la propia gloria, autoafirmación narcisista. El barro, entonces, por mucho que se llene de adornos, ya no cumple su misión y pervierte su vocación primera.

“La belleza es el resplandor de la verdad” (Antonio Gaudí). Muy a menudo, el hombre confunde el ornato con el arte y la autosuficiencia con el amor. Cuando no hay trascendencia, cuando el tesoro se pierde entre los adornos del barro, ya no hay misterio y la belleza pierde su verdad.


La religión no nació para glorificar al hombre, sino para salvarlo en la gloria de Dios. La religión se pervierte cuando Dios o la fiesta se convierten en una excusa para nuestra propia afirmación. La religión, la celebración, no pueden ser protagonistas de sí mismas. ¿No estaremos multiplicando las vasijas porque hemos perdido el tesoro?

La procesión del Corpus sirve, como ninguna otra, para reflexionar sobre la verdad de nuestra religiosidad y sus manifestaciones. Ahí va, físicamente, nuestro tesoro más grande. Pero no para glorificar la procesión en sí misma, ni a los niños de comunión, ni a las custodias centenarias y llenas de arte, ni a los sacerdotes y caballeros, ni a la misma Iglesia. “No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu Nombre da la gloria” cantaba ya hace siglos el salmista.

No es nuestro barro quien embellece el tesoro, sino el tesoro el que transfigura nuestro barro y le da consistencia y nueva luz.

La procesión, en general, y la del Corpus, en particular, nació también como apología, como defensa de la verdad de la Eucaristía. En una época en la que el racionalismo nacía en Europa y se dudaba de la presencia real del Señor resucitado en el pan, cuando todo se quería ver desde el símbolo vacío, con tintes nominalistas, la Iglesia quiso afirmar la verdad de la Presencia, la realidad del Cuerpo.

La procesión es defensa de la verdad del misterio. Más allá de su origen medieval, la procesión es también defensa de la publicidad de la religión, de su carácter abierto y social, de su pretensión universal, de su impronta misionera.

Por su carácter doxológico, la procesión mira más allá de sí misma: a su origen, a su trascendencia de origen, mira hacia arriba. Por su carácter apologético y misionero, la procesión mira más allá de sí misma: a su finalidad, a sus destinatarios, mira hacia el horizonte. Mirada vertical y horizontal, mirada filial y fraterna, mirada divina y humana, mirada de origen y de tarea: la procesión revela la verdad de la Iglesia.

Cuando esto sucede, cuando la Iglesia peregrina humildemente con su verdad a las espaldas, cuando va llena de una belleza que la desborda y la llena de sentido, entonces es posible que su peregrinación se convierta en llamada y despierte en el hombre deseos de conversión.

¡Que la fiesta del Cuerpo siga cumpliendo su misión en medio de nuestras calles! Que invite hacia la belleza originaria y nos empuje a la belleza cotidiana.

Manuel Pérez Tendero.