Hacia el Domingo…19 de junio de 2022: «TE HAS HECHO PRESENTE»

El gran problema de la humanidad es la ausencia de Dios.

            Algún amigo mío matizaría esta frase y hablaría de la «ausencia aparente» de Dios: él está, pero no sabemos verlo. San Pablo lo escribió en su carta a los Romanos: el pecado embota la mente y nos hace no ver la presencia del amigo detrás de sus dones.

            Santo Tomás de Aquino, en plena edad media, ya reflexionaba sobre la posibilidad para el hombre de vivir sin Dios.

            El mundo está lleno de personas que cuentan sus experiencias de Dios y hablan con alegría de su propia fe; pero también son innumerables aquellos que experimentan la ausencia de Dios, de una manera u otra. Es más, prácticamente todos los grandes amigos de Dios en la historia, los grandes místicos, han sufrido la ausencia de Dios en sus propias carnes.

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            Se puede reaccionar ante esta ausencia con el enfado. Cuando las cosas no van bien y parece que Dios calla, cuando no responde a nuestra oración ni interviene para establecer la justicia, gritamos más fuerte, a veces con enfado: «Que mi grito llegue hasta ti, no seas sordo a la voz de mi lamento», dice el salmista.

            Todos conocemos el caso de Job: un libro entero de la Biblia que nos introduce en la queja del hombre ante el silencio de Dios.

            Con el tiempo, también puede llegar la reacción orgullosa de la indiferencia: «Dios no está ni se le espera»; de la experiencia de su silencio se pasa a la negación de su existencia. ¿Qué tiene que hacer el hombre? Construir su vida «como si Dios no existiera». La mentalidad racionalista nos ha acostumbrado a pensar que aquello de lo que no se tiene certeza no existe, que no podemos estar seguros de lo que no se ve, de aquello de lo que no podemos disponer. Hemos de construir una sociedad sin Dios, buscando soluciones humanas a los problemas humanos. Si nos pasamos la vida mirando al cielo y esperando una respuesta que no llega, perderemos, al parecer, la oportunidad de realizarnos como personas.

            La ciencia y la técnica tienen la respuesta. Si no es suficiente, podemos añadir un poco de meditación o de espiritualidad esotérica. Lo que hoy no podemos solucionar será resuelto en el futuro inmediato o, sin más, deberemos aceptar con valentía la impotencia de la ciencia antes ciertas preguntas del hombre. Un ejemplo muy claro: ante la inquietud de prolongar la vida más allá de la muerte, como es imposible para el hombre, debemos acallar esa inquietud y aceptar que nuestra vida acaba para siempre en el sepulcro.

            También puede darse esta respuesta en la misma Iglesia: programar nuestras actividades sin la necesidad de Dios, como una empresa que estudia las estrategias más eficaces para conseguir sus objetivos. Dios sería el tema de nuestros quehaceres, pero no el sujeto que trabaja y sufre en medio de nosotros.

            Existe una tercera respuesta, al menos, ante el reto del silencio de Dios y la experiencia de su ausencia. Es la respuesta de la fe. Cuando le preguntamos a Dios «dónde estás» y el eco se pierde en el vacío, es muy posible que una fuerza muy profunda y muy sencilla nos impulse a seguir preguntando.

            La fe es pregunta sostenida, búsqueda perseverante, ante alguien que es la fuente de toda pregunta. La experiencia de su ausencia que nos impulsa a buscar es la forma que tiene de hacerse presente aquel que nos desborda y no cabe en nuestra inteligencia y en nuestro corazón. Cuando seguimos preguntando a aquel que calla, tarde o temprano, recibimos su sonrisa: eso es la fe.

            Hoy celebramos la fiesta de la Presencia: el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Un poco de pan y vino bendecidos, una palabra ungida y una comunidad que vive a la espera de su Señor: ahí está la presencia definitiva de aquel que ha puesto su tienda entre nosotros y ha experimentado también, desde nuestra orilla, la «ausencia de Dios», el misterio de la providencia.

            En la eucaristía aprendemos las claves para reconocer la presencia de un Dios que es ausencia amorosa, misterio que acaricia, omnipotencia llena de ternura.

Manuel Pérez Tendero