“¿De qué discutíais por el camino?” El Maestro, como todos los grandes maestros de la historia, sabe hacer preguntas a sus discípulos. Enseñar es interrogar, suscitar inquietud; enseñar es ayudar a reflexionar sobre la vida para reconducirla con libertad y con sentido.
Los temas de diálogo y discusión muestran los intereses más profundos de las personas. Hablamos de aquello que nos importa, discutimos siempre con alguna finalidad, normalmente sobre nuestras convicciones e ideas.
Los discípulos de Jesús, subiendo con el Maestro a la ciudad santa, discuten sobre temas de poder: quién es el más importante, el primero. ¿No es este el deseo de fondo de toda discusión? El diálogo sereno busca la verdad, la discusión desea imponer nuestro criterio, pretende una victoria sobre el otro. El diálogo es propio de compañeros, de hermanos; la discusión es propia, más bien, de contrincantes, que pueden llegar a ser enemigos.
Los deseos de poder, de dominio sobre los demás, de protagonismo, recorren toda la historia de la humanidad. Se introducen, no solo en la política, sino en la misma familia. Según los textos del Nuevo Testamento, también se introdujo este deseo de poder en los comienzos del cristianismo. La religión puede ser utilizada como un instrumento de poder, como un arma usada contra los adversarios. Siempre se ha hablado de “carrera eclesiástica”: también se puede hacer carrera por los caminos de la Iglesia, buscar notoriedad, medrar.
¿De dónde brota ese deseo de poder en el ser humano? ¿Por qué queremos conquistar, prevalecer, dominar, sobresalir, vencer? ¿Por qué necesitamos quedar por encima de los demás?
La vida de Jesús de Nazaret, el fundador del cristianismo, fue exactamente lo contrario: un camino de descenso. La única subida de Jesús tuvo un tono profundamente irónico: fue la exaltación en la cruz; en el Calvario estuvo la meta de su subida a Jerusalén. En la cruz, dice san Juan, fue exaltado y glorificado el Hijo de Dios.
En este contexto de subida hacia la cruz se produjo la discusión de los discípulos. Con ello, el evangelista subraya aún más la paradoja de la discusión: mientras el Maestro habla de entrega de la vida, cuando pide a sus discípulos que lo acompañen hasta la derrota y la muerte, los discípulos discuten sobre la jerarquía entre ellos. Tal vez pensaban que subían a Jerusalén para proclamar rey victorioso a su Mesías y no quisieron escuchar las palabras de pasión que Jesús les dirigía. Tal vez, aceptada la derrota de su Maestro, pensaban en la configuración futura del grupo y debían buscar un dirigente para liderar a los Doce.
Ciertamente, cuando nos transmiten estas discusiones, los evangelistas están siendo fieles a la historia y no quieren ocultar nada de los primeros cimientos de la Iglesia; pero desean, también, dejar un mensaje para los lectores, para todas las generaciones futuras de creyentes: la discusión del origen se repetirá en la historia y deberá ser superada como un camino discipular hacia la cruz. Todas las generaciones de cristianos, sobre todo sus dirigentes, deberán leer el evangelio para superar tentaciones y revisar profundamente sus discusiones.
Llama la atención que Jesús no diga, al menos en este momento, que todos son hermanos y, por tanto, iguales. Parece que Jesús acepta la jerarquía entre los discípulos, solo que le da un sentido completamente diferente: quien quiera ser el primero debe ponerse el último, quien quiera gobernar debe aprender a servir.
En la última comida con los suyos, Jesús dejó el icono más acabado de esta enseñanza: se puso a lavar los pies a los discípulos. La autoridad existe, es necesaria, pero debe ser comprendida desde abajo, como servicio a la comunidad.
Manuel Pérez Tendero