La capacidad de ver es uno de los sentidos más importantes del ser humano. Nos da, sobre todo, libertad e independencia.
Desde siempre, la ceguera ha sido comprendida, también, desde una dimensión simbólica, interior, espiritual. “No hay más ciego que el que no quiere ver”: esta frase no se comprende desde la ceguera física, sino desde aquella otra capacidad de ver que tiene relación con la inteligencia humana, con su voluntad y su forma de estar en el mundo.
También la Biblia se hace eco de este doble sentido del ver y su contrario, la ceguera. Para los profetas, ver es sinónimo de creer, de comprender esa dimensión profunda de los acontecimientos. La visión superficial no da razón de la complejidad de la realidad. Nos sucede, sobre todo, con las personas y con los acontecimientos. La Biblia nos invita, sobre todo, a saber ver la realidad cargada de misterio, de presencia, de una providencia divina que, sin forzar nuestra libertad, conduce la historia.
Por eso, Jesús de Nazaret realizó varios signos de curación de ciegos. Como los demás milagros, también estos tienen una doble dimensión. Por un lado, se trata de un signo del Reino: los ciegos ven, los cojos andan… Todos los límites del ser humano son superados. Pero, en todas las curaciones, quizá de forma más clara en el caso de los ciegos, está presente una segunda dimensión, personal, humana: el paralítico es también sanado de sus pecados; el ciego, cuando puede ver, comienza a andar detrás de Jesús por el camino, se convierte en discípulo de Jesús.
En esta segunda línea de significado, Jesús recrimina más de una vez a sus discípulos su ceguera, su falta de comprensión. Todo el camino de aprendizaje para el discípulo no es sino un largo proceso de sanación en el que la persona va comprendiendo el misterio de Jesús, los caminos de Dios.
Por todo esto, siempre me ha parecido insuficiente el símbolo de la mujer con los ojos vendados para representar a la fe. Según la Biblia, es todo lo contrario: la fe es un desvelamiento, una sanación, la recuperación de una visión que habíamos perdido.
Podemos tener problemas de cataratas: esas telas de la vida que se van pegando a nuestros ojos y nos impiden ver con nitidez lo que antes podíamos distinguir. A menudo, los prejuicios sobre una persona, o el odio que le tenemos, nos impiden conocerlo con verdad.
También podemos tener problemas para ver de lejos: la cultura de la inmediatez focaliza todos nuestros sentidos en un presente placentero y nos impide sembrar con futuro, ver con perspectiva.
Otros, tienen dificultades para ver de cerca: nos asusta lo más inmediato, las distancias cortas nos ponen a prueba, preferimos contemplar la realidad desde lejos, sin implicarnos, sin entrar en los matices, sin acercarnos.
También están los de vista cansada: los sufrimientos de la vida han podido hacernos perder la esperanza. Cuando el alma está cansada, cualquier esfuerzo para afrontar la realidad con hondura se nos presenta desbordante y preferimos acomodarnos en nuestro cansancio.
El ojo debe estar sano y limpio para poder ver. También es cuestión de focalización: si solo enfoco en una dirección, todo lo demás me puede parecer turbio o, incluso, invisible. ¿No está haciendo esto con nosotros nuestra sociedad del bienestar? Nos ha convencido para focalizar todo lo humano en una dirección, para buscar por un solo camino, para mirar en una sola dirección: ¡Cuánta vida nos estamos perdiendo, cuántas dimensiones de la hermosa realidad!
Jesús de Nazaret no es solo el contenido de nuestra fe, sino aquel que la hace posible; no es solo el rostro de Dios a quien debemos mirar, sino aquel cuyas manos nos abren los ojos y nos devuelven la mirada más humana y sencilla.
Manuel Pérez Tendero