Cuando el nazismo se encontró con el “problema” de los judíos, mentes privilegiadas idearon una “solución final”, definitiva, para ese supuesto problema: la eliminación del sujeto que causaba el problema.
En el refranero español diríamos: “Muerto el perro, se acabó la rabia”.
Esta solución final ha sido una constante tentación en la historia de la humanidad. Lo que más llama la atención, no es tanto que algunas personas propongan esta barbaridad, sino que sociedades enteras –cultas, desarrolladas– lo admitan. ¿Qué condiciones hacen posible que una sociedad entera duerma ante la barbarie, ante la muerte como solución a los problemas del hombre?
El problema no es la existencia de un pueblo diferente, sino que alguien lo vea como un problema y, más aún, que proponga como camino de solución la eliminación del otro.
Ha sido una constante en la historia de la humanidad, tanto en las relaciones entre los pueblos, como en las relaciones entre las familias y las personas. El diferente se convierte en enemigo y, entonces, comienza a causarnos problemas; en muchos casos, la tentación, para librarme del problema, es acabar con el sujeto que problematiza mi vida. El camino más fácil y menos humano será siempre, no eliminar el problema, sino acabar con su portador.
Parafraseando el refrán del perro y la rabia, imagínense ustedes que, para acabar con un virus que asola a la humanidad, alguien propusiera eliminar a los portadores.
Una de las notas más evidentes del humanismo del ser humano es la búsqueda de soluciones para salvar a la persona y superar los problemas.
Creo que el virus más virulento de la historia del hombre ha sido el sufrimiento, el dolor. Tan universal y grave es este virus que algunas filosofías y religiones en distintos lugares del mundo han surgido, precisamente, para intentar vencer este lastre secular del ser humano.
Buda es de los más conocidos y, tal vez, el que ofrece una solución más radical. Como el sufrimiento no tiene solución, la clave está en el sujeto que sufre. Se busca una solución, no del problema, sino de cómo afecta ese problema a la persona: una perspectiva lejana en geografía, pero muy cercana al proyecto occidental de la modernidad y su subjetivismo.
Se busca el origen del sufrimiento en el ser humano: brota del deseo; por tanto, si acabamos con el deseo, conseguiremos vencer el sufrimiento. La gran conquista del hombre sería disolverse en el todo de la naturaleza para no sentir, o para sentir con ella, eliminando así la raíz misma del sufrimiento. Se elimina la consciencia total del hombre con el fin de acabar con una dimensión de su persona: el dolor. Vivir sin ser uno mismo para conseguir no sufrir: ¡Qué alto precio se debe pagar para evitar el dolor! Al menos, Buda no propuso la eliminación total del sujeto, como otros han propuesto en la historia de la humanidad: el suicidio.
Creo que la filosofía de fondo de la eutanasia, su lógica interna, es la misma que la del budismo, pero llevada hasta sus consecuencias más radicales. Parece que el sufrimiento, en ciertas circunstancias, aconseja acabar con la vida del que sufre. Hoy, esas circunstancias son unas, las que la ley aprobada por nuestros gobernantes de turno nos dicta. No sé cuáles serán esas circunstancias mañana; pero, de fondo, la solución final es la misma: acabar con la vida de aquel que porta el problema, en este caso, el problema del dolor.
De nuevo, el drama está, creo yo, no tanto en que alguno aporte este tipo de “soluciones”, sino en el silencio de la sociedad. Algunas voces se oyen, pocas. También hay muchos trabajando para solucionar el problema salvando a la persona: el avance de la medicina, el cariño de la familia, los cuidados paliativos… También hay signos de esperanza entre nosotros.
No es fácil ser valientes, no es fácil remar contracorriente; pero la historia está llena de profetas que han sostenido el humanismo de la humanidad.
Manuel Pérez Tendero