Siete semanas es una cifra redonda, como lo es el número cincuenta. Hoy es el día marcado por este número. Los judíos, cincuenta días después de la solemne fiesta de Pascua, celebran la fiesta de las Semanas, de la semana de semanas.
Se trataba de la antigua fiesta de la Siega, cuando se recolectaban los cereales que alimentaban al pueblo durante todo el año. Con el tiempo, la fiesta de la Siega se convirtió también en la fiesta de la alianza del Sinaí, del don de la Ley: el ritmo agrícola festivo se conjugaba con el ritmo de la historia de la salvación. La naturaleza y la historia unidas bajo la experiencia religiosa de un pueblo que camina de la mano de Dios.
En la celebración judía de Pentecostés del año treinta después de Cristo, san Lucas sitúa un acontecimiento en una casa de Jerusalén: la efusión plena del Espíritu de Dios que los profetas habían anunciado. Al don de la Ley sucede el don del Espíritu: nace un pueblo, fruto de la resurrección de Jesús de Nazaret.
«Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra»: con el salmista reconocemos que la fecundidad es uno de los frutos más importantes del Espíritu. Otro, tal vez el más visible, es la unidad.
En este domingo, en época de siega, cuando recordamos la experiencia del Sinaí y la experiencia de Jerusalén, cuando vivimos la gran fiesta del Regalo, creo que debemos reconocer la ausencia de espíritu en nuestra sociedad contemporánea.
Uno de los signos de la falta del Espíritu es la búsqueda de sucedáneos espirituales en nuestra cultura rica y hastiada. La técnica nos llena de bienestar, pero no puede satisfacer el alma. Hemos renunciado a la fe y nos hemos quedado sin Espíritu: ¿lo encontraremos mirando hacia Oriente o penetrando en interioridades mistéricas? Desde el principio, el Espíritu ha sido el «don de los dones», el regalo más grande. Nadie puede encontrar el Espíritu si no se lo regalan de lo alto. Por mucho que miremos a la salida del sol o hacia los entresijos de nuestro subconsciente, si dejamos de mirar hacia arriba, nunca encontraremos al Espíritu.
Otro signo claro de la falta de Espíritu es la falta de vida y futuro en nuestras calles. La faz de la tierra no se repuebla porque hemos querido controlar la vida y hemos vivido solo «según la carne», que diría el gran Saulo de Tarso. Cuando la vida no se recibe como regalo y se le cierran las puertas por puro egoísmo, el Espíritu deja de llenar de alegría nuestras ciudades y nuestras vidas se visten de gris. Las familias, los hijos, los nietos, los bebés: ellos son la clave de la alegría y el futuro de un pueblo; nosotros, al parecer, hemos elegido otro camino.
Un tercer signo, tan evidente que muy pocos lo quieren apreciar, es la división que habita en nuestras relaciones. Ruptura entre países, ruptura en la política, ruptura dentro de los pueblos, ruptura en la familia, ruptura entre los hombres y las mujeres, ruptura entre los padres y sus hijos. También la Iglesia participa, por desgracia, de este maligno signo de falta de Espíritu: la división ideológica y afectiva, la falta de comunión.
¿Cuál es el horizonte de todo esto? La soledad y la tristeza. No hace falta esperar al futuro para ver ya entre nosotros estos frutos.
Creo que existen dos claves importantes para comprender esta falta de Espíritu que se está llevando nuestra alegría y nuestro futuro.
En primer lugar –lo hemos dicho–, el deseo de controlarlo todo, el deseo de dominio, de poder. Cerrarnos al regalo es cerrarnos al Espíritu. Todo se compra, todo se quiere merecer, nada novedoso esperamos ya de los demás y de la realidad.
En segundo lugar, cerrarnos a la trascendencia, a Dios. La fe es un acto soberanamente libre, pero creer o no creer tiene sus consecuencias para la vida. Expulsar a Dios de la historia y de la sociedad acaba, tarde o temprano, por desvirtuar lo más humano que hay en nosotros.
Tiempo de siega, tiempo de plegaria, tiempo de atrevernos a pedir, con humildad, el Espíritu que llene de futuro y alegría nuestras vidas. Feliz tiempo de Pentecostés.
Manuel Pérez Tendero