La decisión de un Rey

Los grandes ejércitos se preparan en las montañas lejanas. El temor se apodera de los habitantes de las pequeñas ciudades y los modestos reinos: escuchan las amenazas que llegan con los vientos del norte. El imperio de Asiria y sus atrocidades llenan de estupor a los hombres y mujeres del cercano Oriente. ¿Qué se puede hacer? Afrontar el peligro en su mismo terreno: con la fuerza de las armas. Lo tiene claro el rey de Aram, en Damasco; también se une a él el rey de Israel, en Samaría. Pero el rey de Judá, en Jerusalén, se muestra reacio.

La unión hace la fuerza: los pequeños reinos necesitan los ejércitos de Judá. Pero no convencen a Acaz, lleno de temores en la ciudad santa de Sión. Damasco y Samaría deciden atacar a Jerusalén: destronarán al rey Acaz y pondrán allí un rey aliado que se decida a secundar la coalición contra Asiria. Se ponen en camino: sitian la ciudad de Jerusalén.

El pueblo pasa hambre, el rey no sabe qué hacer. Allí habita también un profeta lleno de poesía, llamado Isaías. El profeta se acerca a Acaz para aconsejar la política a seguir: No tengas miedo de los ejércitos vecinos, pero tampoco temas al Imperio; ni siquiera busques apoyo en el sur, el mítico Egipto que ahora vive horas bajas. El problema no está en dónde encontrar al aliado más fuerte, sino en haber errado la perspectiva. El problema está en querer afrontar el peligro de los ejércitos con otros ejércitos.

¿Qué debe hacer el rey de Jerusalén? Confiar en Dios, le aconseja Isaías. Extraño consejo para hacer política a un rey que siente las flechas de los enemigos llegar a su propia casa.

Para sostener la confianza del rey, para aclarar sus dudas, Isaías le da un signo: tu mujer está embarazada y dará a luz en medio del asedio. Todo irá bien, y el niño podrá crecer sin ningún tipo de escasez, comerá todo tipo de manjares antes de tener uso de razón.

No hay nada más débil que una mujer embarazada y un bebé en medio de una batalla. Este es el signo: van a estar a salvo, porque Dios protege lo más débil. Es un signo de que también protege a la ciudad frente a los enemigos que la asedian, más ruidosos y poderosos.

Cuando nazca el niño, el rey deberá ponerle un nombre simbólico: Emmanuel, que significa “Con-nosotros-Dios”. Él no está del lado de los ejércitos, ni de la política de alianzas con los más poderosos: está al lado de su pueblo elegido, junto a la ciudad asediada y la debilidad de sus habitantes. La confianza, la fe, es el mejor programa político y social para estas horas de dificultad.

¿Qué hizo el rey Acaz? No hacer caso a Isaías, buscar los medios humanos, aliarse con el más poderoso. Acaz acudió a Asiria. La ciudad de Jerusalén no fue destruida, pero el rey tuvo que someterse al Imperio, introduciendo en Judá las prácticas religiosas de los vencedores, pagando fuertes impuestos y llegando a sacrificar a su propio hijo como signo de sumisión.

Muchos siglos más tarde, se daba una situación parecida pero mucho menos solemne. Una mujer está embarazada también. Y Dios pide obediencia de nuevo. En este caso, no a un rey, sino a un carpintero; de ascendencia real, eso sí. José, a diferencia de Acaz, obedece. Se pone de parte de lo débil y del lado del misterio, cree que la confianza en Dios es la mejor opción. Porque se fía, obedece; y abre horizontes de esperanza insospechados.

El Emmanuel se llama ahora Jesús, y solo el futuro podrá decir la trascendencia de la decisión de José. Los comienzos de la liberación son muy pequeños, es siembra a largo plazo.

La primera Navidad fue posible por la obediencia de un hombre que confió en el misterio.

Manuel Pérez Tendero