La Fuerza de un Nombre

Todavía se puede visitar en el monasterio de santa Catalina, a los pies de la montaña llamada jebel Musa –monte de Moisés–, la zarza que habría visto Moisés arder sin consumirse.

Desde los orígenes de nuestra era, esta cima al sur del Sinaí fue identificada con el monte Sinaí, el monte sagrado de Moisés y el pueblo de Israel. Quizá era ya una montaña sagrada para las tribus madianitas, en cuyas tiendas el hijo adoptivo de la hija del faraón había encontrado refugio y se había casado.

Como sus antepasados, este hombre nacido y criado en Egipto se convierte en pastor; vuelve a los orígenes nómadas de su pueblo. Recorriendo las tierras de los madianitas con su rebaño, un signo llama su atención y se acerca. Será la montaña de la ley y la alianza; pero, por ahora, es solo una etapa para el ganado. Allí, en el corazón de su trabajo, cuando ha encontrado estabilidad después de su ajetreada vida en Egipto, Dios le sale al encuentro.

¿Qué tiene el desierto para que allí sea más fácil toparse con lo absoluto? ¿Qué tienen su vacío y su vida al límite para que se comprendan mejor las claves de lo humano? ¿Qué tiene su silencio que permite escuchar voces más allá de los propios pensamientos?

¿Y qué tiene la vida de los nómadas para que Dios los elija para comenzar cosas nuevas? Lo hizo con Abraham, lo hace con Moisés. Muchos siglos más tarde convertirá a su Hijo en nómada sin nido ni madriguera, ni lugar donde reclinar la cabeza.

¿Qué tienen el camino y el desierto que nos abocan a Dios?

En lo alto del monte Sinaí, Dios hará alianza con el pueblo. Hasta allí, en las cimas de la naturaleza, hará subir a Moisés para convertirlo en mediador de una alianza y legislador de unos mandamientos cargados de sabiduría. Ahora, en los comienzos, Dios le llama desde la falda del monte, desde abajo, en lo cotidiano de su pastoreo.

La alianza se construye poco a poco, la cima no es el principio; tampoco el protagonismo de Moisés. Para construir el futuro de un pueblo, Dios invita a un hombre a compartir su proyecto; le hace ver su preocupación por el sufrimiento de los israelitas y le invita a ser su mediador.

Moisés viene de Egipto, huyendo. Ahora, Dios le pide que vuelva, que se enfrente a quienes lo persiguen. El problema no es solo que Moisés no sepa hablar ni esté incapacitado para liderar un pueblo. El problema principal tampoco es que le persigan: estaría dispuesto a dar la vida por su pueblo si Dios se lo pide. El problema es la autoridad.

¿En nombre de quién va a hablar Moisés al faraón? ¿Qué Dios es este del Sinaí para que el faraón lo reconozca y le obedezca?

Es más, el mismo pueblo, los descendientes de Abraham: ¿estarán dispuestos a jugarse el futuro y la comida para ponerse en camino fiados en la palabra de un hombre al que no conocen? ¿Qué antecedentes tiene este Dios que envía para poder confiar en él? ¿Cuál es su nombre, cuál es su fuerza?

Una zarza ardiente que no se consume no es suficiente para cambiar la historia; como no lo serán las plagas de Egipto y todos los prodigios ante el faraón. La fuerza de un nombre: ahí está la clave. ¿Quién eres? Dime tu nombre, déjanos ver algo de tu rostro para que podamos fiarnos y jugarnos el mañana.

Al pueblo no le bastan ni siquiera las promesas de libertad. Sin un rostro, sin tu nombre, sin tu presencia, hasta la libertad puede ser camino sin futuro.

Dios promete la libertad y regala su nombre. No se pueden separar ambas realidades. ¿En nombre de quién construiremos el futuro?

Manuel Pérez Tendero