La mano en el arado.

“El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el reino de Dios”. Respuesta firme de Jesús a uno que quería ser discípulo y solo le pidió despedirse antes de su familia, como había hecho Eliseo, siglos antes, al convertirse en discípulo de Elías.

Jesús quiere marcar el contraste entre Elías y el Reino, entre el pasado y el presente: han llegado los tiempos definitivos y todo queda relativizado por la urgencia del Reino.

Mirar para atrás, mirar lo que dejamos, mirar hacia todo lo nuestro: en el fondo, es dejar el corazón prendido en lo pasado y no atrevernos a caminar hacia lo nuevo, compartiendo el proyecto de Dios.

¿Hacia dónde estamos mirando los españoles de hoy? ¿Hacia dónde dirigen su mirada los europeos en esta hora incierta de nuestra historia? Sobre todo, ¿hacia dónde miramos los cristianos que hemos recibido, de la mano del Maestro, el arado del Reino para trabajar en los campos de nuestra época?

El trabajo sigue día a día: hay que arar, es necesario sembrar; en cualquier circunstancia: los caminos de Dios solo él los sabe. No nos toca a nosotros –como tampoco les tocó a Pedro y los suyos– conocer los tiempos de la plenitud de la cosecha. Nos toca trabajar en los campos de Dios, que son amplios y hermosos; todo es suyo, aunque aparezca, a veces, tocado por la tiniebla; todos somos criaturas brotadas de su amor, aunque a veces vivamos obcecados en la mentira y el odio.

Hoy, más que nunca, hacen falta trabajadores del Reino, seguidores del Maestro: el futuro de la humanidad se sigue fraguando en esta historia de la mano del judío resucitado.

No podemos caer en la tentación del desaliento; no podemos mirar hacia atrás, hacia el pasado, hacia lo nuestro, hacia las seguridades que creíamos haber conseguido. No podemos confundir los caminos de Dios con nuestras sendas ya trilladas; no podemos confundir sus horizontes con nuestros proyectos inmediatos de seguridad.

En los momentos de dificultad, en la crisis más profunda de su ministerio, Jesús tomó la decisión de dirigirse a Jerusalén, para afrontar la dificultad definitiva, para sembrar el Reino en el corazón del rechazo del pueblo, para sembrarse a sí mismo como semilla definitiva de Dios en una viña que había apostatado de su dueño.

Pedro y los suyos no conocían muy bien los planes de Dios, no controlaban el destino de Jesús, ni hallaban seguridad siguiendo sus huellas; pero continuaron el discipulado, se aferraron al arado, creyeron en el Maestro y afrontaron el futuro con confianza.

Es fuerte la tentación de desesperanza en muchas horas de la historia: lo fue en la primera hora del cristianismo y muchos discípulos no subieron con Jesús a Jerusalén. Es fuerte, también, la tentación de refugiarse en un Reino interpretado de forma individualista y moralizante. Pero Jesús ha venido a salvar la historia desde dentro, no a redimir individuos sacándolos a las esferas del espíritu. Es en esta historia, aunque sea bajo la apariencia trágica de la derrota, donde Dios va salvando al hombre y todo lo suyo, donde va construyendo un mundo nuevo en que habite la justicia.

No queremos mirar hacia atrás, no queremos salirnos del campo que nos ha sido asignado: frente a toda tentación, queremos aferrar nuestras manos al arado, con la mirada puesta en el Maestro que nos ha amado y que nos precede, el primero, en los caminos del Reino y de la entrega.

Con Jesús, también nosotros queremos tomar la decisión, renovar nuestra voluntad, de subir a Jerusalén. Dios nos ha llamado para ello.

Manuel Pérez Tendero