Los dos hijos.

Las historias de familia abundan en la Biblia. Sobre todo los textos de fraternidad, las relaciones entre hermanos como clave de nuestra comprensión de la vida. Caín y Abel son los primeros que inauguran el elenco de relatos sobre hermanos. Después vendrán los hijos de Noé, las hijas de Lot, las relaciones entre Abraham y Lot –tío y sobrino, pero que reparten la tierra “como hermanos”–, Isaac y su hermano mayor Ismael. Podemos continuar la enumeración, solo en el libro del Génesis, con los mellizos Esaú y Jacob, las hermanas Lía y Raquel –futuras matriarcas de Israel–, los hermanos de José.

Los comienzos del Génesis son muy parecidos a su final: la envidia ante el hermano menor preferido por el padre: Caín siente envidia de Abel, el pequeño, porque Dios ha preferido su ofrenda; los hijos de Jacob tienen envidia de José, el pequeño, porque es el preferido de su padre.

En la Biblia, normalmente, se invierte el principio de primogenitura. Suele ser elegido el hermano pequeño, el que no tenía derecho a recibir la herencia y la bendición paternas.

Más allá del Génesis tenemos el caso de David, el más pequeño, que ni siquiera es presentado por su padre Jesé al profeta Samuel para la elección divina. Él está en el campo, con el ganado, porque no cuenta; incluso se sale de la lista de los “siete hermanos”.

También en el Nuevo Testamento aparecen textos de fraternidad: Marta y María, los dos hijos enviados a trabajar a la viña, el hijo pródigo y su hermano mayor… El mismo Jesús aparece frente a sus “hermanos”-familiares, que no acaban de comprender su misión.

En muchos de estos textos, el elegido es el pequeño, pero no el protagonista del relato: Caín es protagonista, como Marta. Algo parecido tenemos en la llamada “parábola del hijo pródigo”. Con este título, el protagonismo del padre no aparece suficientemente subrayado, así como la función fundamental en el relato del hijo mayor. El hijo menor es quien regresa y a quien se le hace una fiesta, pero el padre no habla con él. La parábola no acaba con la fiesta. Hasta ahí se ha relatado la “situación”, que es la situación de Jesús con los pecadores por la que es criticado por los escribas y fariseos. Ahora llega, probablemente, el mensaje fundamental de la parábola, que no va dirigido al hijo menor, sino al hijo mayor y a quienes representa.

Como en el caso de Caín, en que Dios no habla con Abel sino con él, en la parábola del hijo pródigo el padre tampoco habla con el hijo menor. Solo habla con su hijo mayor, dirigiéndose a su corazón, intentando hacerle comprender los caminos de la misericordia y las claves de la fraternidad.

Además, como buena parábola, es un mensaje directo a los oyentes y, por ello, queda abierta. El hijo menor está dentro, en la fiesta: se ha producido la reconciliación con el padre; pero la parábola no nos dice si el hijo mayor llegó a entrar… Porque es un mensaje actual, vital, a los fariseos, a los hijos buenos de Dios, a los justos. La parábola no es una historia aislada, sino una invitación a entrar en la comensalidad que Jesús ha abierto para todos, a la mesa de la misericordia.

¿Qué hizo el hijo mayor? El hijo mayor es el oyente, somos tú y yo. El final de la parábola está por llegar en cada generación, en cada lector. ¿Comprenderemos la misericordia de Dios que Jesús viene a traer? Si no nos cuesta, como al hijo mayor, es que no hemos comprendido. La misericordia de Dios para con nuestros hermanos es un misterio, que exige por nuestra parte un esfuerzo del corazón y la voluntad: amar lo que Dios ama, aprender que amar es descubrir al otro, aún renunciando a nuestros proyectos y nuestra quietud moral.

Manuel Pérez Tendero