Por el oído

Me abriste el oído (Sl 39).

En la religiosidad judeo-cristiana podemos reconocer una doble sensibilidad en las relaciones con Dios. Existen como dos tradiciones complementarias que insisten en perspectivas diversas sobre la religión.

Son la tradición sacerdotal y la tradición profética.

La tradición sacerdotal educa al hombre en el sentido de la trascendencia de Dios: la separación, la lejanía. Dios es el “totalmente Otro”, del que no podemos disponer a nuestro antojo. Es una religiosidad, por otro lado, de tipo “ascendente”: sacrificios, ofrendas a la divinidad. Por eso, tiende a insistir en el rito, en los medios, en la exterioridad.

El profeta, en cambio, se caracteriza por su dedicación a la palabra. Su misión misma ha sido fruto de un encuentro con la palabra de Dios que le ha llamado, ha recibido una vocación. El profetismo es la institución más claramente vocacional del Antiguo Testamento. Samuel, que se sitúa en los orígenes del profetismo, es un claro ejemplo: ya desde pequeño supo escuchar la voz misteriosa de Dios que despertaba su infancia para dedicarse al servicio del pueblo.

Frente a una religiosidad centrada solamente en los sacrificios, el profeta educa al pueblo en una religiosidad más personal, con fuerte contenido ético. “Misericordia quiero, no sacrificios” decía Oseas y Jesús recordará. Los Salmos también nos lo recuerdan: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y en cambio me abriste el oído”. La palabra, la libertad, la moral, la vida: ahí está la clave de la religiosidad que los profetas construyeron.

Jesús de Nazaret, como profeta definitivo, también predica una religiosidad que privilegia la conducta y el corazón, la vida, todo lo humano; es una religiosidad de la palabra. Porque, ahora, la Palabra misma se ha hecho profeta y llamada a la libertad del hombre.

Gracias a la profecía, el hombre vence la tentación de una religiosidad centrada solo en los ritos y aislada de la vida cotidiana; vence la tentación de una doble vida con criterios diferentes: lo profano y lo sagrado, lo público y lo privado, lo histórico y lo espiritual. La llamada a la coherencia es fruto de una religiosidad de la palabra, construida trabajosamente por los profetas a lo largo de la historia.

Pero, junto a esa insistencia en la moral, en la vida, en la coherencia, en lo humano, en el amor, la religiosidad del profeta nos enseña una segunda dimensión fundamental: la vida como respuesta, la fe como vocación, como relación personal y libre con un Dios personal. La religión de la palabra, que Jesucristo ha venido a establecer de forma definitiva, es la religión del Dios que nos habla y nos llama.

Con Jesús de Nazaret, todos los discípulos están llamados a ser profetas; no solo porque deben predicar y vivir la palabra, sino porque han sido tocados por la palabra, como Samuel.

La religiosidad profética no solo privilegia la ética frente a los sacrificios, sino la iniciativa de Dios frente a nuestra propia iniciativa. Con los profetas aprendemos que la religión es una respuesta: el creyente no es alguien que ha empezado a buscar a Dios entre las tinieblas y los misterios de la vida, sino aquel que ha escuchado una llamada previa que ha tocado su vida.

El ministerio de Jesús, por ello, comienza con la llamada. Juan Bautista, como el sacerdote Elí en tiempos de Samuel, ayuda a los llamados a discernir la voz, a encontrar la Palabra.

Lo esencial del mensaje de Jesús no consiste en un conjunto de enseñanzas sobre sacrificios, ni siquiera sobre moral, sino una voz que nos despierta y nos convierte en seguidores suyos.

Manuel Pérez Tendero