REGRESAR

En los relatos más antiguos, la confesión de fe de los discípulos de Jesús afirma cuatro acontecimientos que sucedieron en torno a la Pascua judía: su muerte, su sepultura, su resurrección y sus apariciones. Todo ello, interpretado como acontecimiento salvador para los hombres –“por nuestros pecados”– y en línea con lo que Dios había prometido al pueblo elegido por medio de los profetas –“según las Escrituras”–. Las apariciones, por tanto, forman parte del núcleo original de la fe cristiana.

De hecho, evangelizar no es sino transmitir el testimonio original de los discípulos de generación en generación. La fe cristiana consiste en dar crédito al testimonio de un conjunto de mujeres y varones judíos, la mayoría galileos, que fueron discípulos de Jesús y aseguraron que se habían encontrado con él, vivo para siempre, después de haber sido ejecutado en la cruz por el procurador Poncio Pilato.

Una de las características más comunes a los relatos de apariciones es el hecho de presentar a Jesús comiendo en presencia de los suyos. ¿Qué sentido tiene esta acción en alguien que ha superado la muerte? Probablemente, sirve para insistir en el carácter real del cuerpo del resucitado, más allá de toda imaginación de los discípulos o espiritualización de la experiencia. Pero, seguramente, hay también otro significado, muy explícito en el relato de Emaús y en la insistencia en que las apariciones son siempre en domingo: es un mensaje a los lectores que ya no han podido ver a Jesús. El Resucitado, desde el principio, se aparece los domingos en la comida de la comunidad, es decir, en la Eucaristía.

Ser cristianos es celebrar el domingo; ser discípulos de Jesús es comer en comunidad con él, resucitado, comerlo a él. Sin el domingo no es posible la fe; sin la eucaristía se hace imposible el encuentro con Jesús, como le pasó a Tomás en el primer domingo, ausente del grupo de los discípulos. Porque volvió a la comunidad, el siguiente domingo pudo encontrarse con Jesús y abrirse a la fe. El regreso a la Eucaristía es condición necesaria para creer.

Por otro lado, en el caso de los discípulos de Emaús sucede algo parecido: dos discípulos se van de la comunidad y, gracias a que Jesús les sale al encuentro en la Eucaristía, pueden regresar a Jerusalén, al grupo de los Doce, para poder convertirse en testigos y apóstoles.

En el caso de Tomás, el regreso a la comunidad, a la Eucaristía, hace posible el encuentro con el Resucitado. En el caso de los de Emaús, en cambio, el encuentro con el Resucitado en la Eucaristía hace posible el regreso a la comunidad. ¿Qué es antes, por tanto? ¿No hay aquí una petición de principio, un problema irresoluble? Si, para encontrarse con Cristo, hay que volver a la Iglesia; y, para volver a la Iglesia, hay que encontrarse con Cristo, ¿por dónde habrá de empezar el camino de quien quiere creer.

Seguramente, “el orden de los factores no altera el producto”. Existe una correlación necesaria entre Cristo y su Iglesia: quien se encuentra con el Maestro se abre a la comunidad y quien descubre la comunidad no tiene más remedio que abrirse al encuentro personal con el protagonista único de la Iglesia, su Pastor y Señor. Así es como lo muestran, al menos, los textos del Nuevo Testamento.

Entre ambos, Cristo y la comunidad, está el misterio de la comida dominical: ahí se aparece el Resucitado, ahí se construye la Iglesia. Así ha sido siempre, así seguirá siendo.

Aún hay muchos que viven como Tomás, creyentes ausentes por diversas circunstancias, a los que les cuesta creer del todo. Sigue habiendo también muchos como los de Emaús: cristianos frustrados con la comunidad, que se alejan de Jerusalén. Unos y otros son buscados por Jesús; a unos y a otros les abre sus puertas el grupo de discípulos, cada domingo, en torno a la mesa del Resucitado, comiendo un nuevo pan que es fe y vida, testimonio y tarea.

Manuel Pérez Tendero