Sal de tu tierra.

Hace casi cuatro mil años, una familia emigró desde el sur de Mesopotamia hacia la actual Turquía, remontando el curso del río Éufrates. No eran los únicos: las migraciones fueron numerosas en toda la edad del Bronce por todo Oriente Próximo.

También hoy son innumerables los desplazados de aquellas tierras. Se mueven para buscar la paz que no pueden encontrar en sus tierras.

A un anciano de aquella familia, Dios le salió al encuentro y alargó su emigración para cambiar su rumbo. Se llamaba Abram y estaba casado con Sara. Provenientes de Ur, habían emigrado hasta Jarán con su padre Téraj y toda la familia.

En el corazón de la emigración humana, Dios habló a Abram para convertirlo en peregrino. “Sal de tu tierra, de tu tribu, de la casa de tu padre”. Como en círculos concéntricos, la triple petición de Dios insiste en el desasimiento de Abraham, creciendo en intimidad: dejar el país, la tribu, el hogar paterno.

De la misma manera que Adán-el hombre debe dejar la casa paterna para unirse a su mujer y fundar una nueva familia, Abram es llamado a dejar su hogar y su país para fundar un nuevo pueblo en una tierra nueva. Así comenzó la historia del pueblo elegido.

Dios cambia la vida y el destino de aquel arameo errante que salió de Ur de los caldeos. El hijo de Téraj, Abram el emigrante, se convierte en Abraham, el peregrino, el “padre de muchos”.

Siglos después, este mismo pueblo, de la mano de Moisés, tendrá que dejar atrás Egipto, con sus comodidades y su esclavitud, para afrontar el difícil camino por el desierto para llegar a la tierra de Abram.

Desde entonces, el destino del pueblo del Dios de Abraham ha sido siempre el camino, la salida, la construcción de nuevos horizontes desde la obediencia a Dios que nos despoja de los hogares ya construidos.

Hoy celebra toda la Iglesia el Domingo Mundial de las Misiones, el DOMUND. El lema de este año está tomado, precisamente, de la vocación de Abram: “Sal de tu tierra”. Es la misma llamada que han experimentado todos los misioneros que trabajan y siembran el Reino en tierras lejanas. Tuvieron que dejar a sus familias y amigos, también la lengua paterna y las comodidades europeas; se pusieron en camino para servir. Dejaron el centro de sus vidas y se acercaron a lugares que no conocían, a la búsqueda de rostros que nunca habían visto.

Como en el caso de Abram, la fuerza que ha movido a estos hombres y mujeres ha sido la obediencia, la escucha de una voz muy suave y muy interior, con toda la autoridad de la misericordia de Dios.

Dios nos mueve para que nos encontremos unos a otros, él nos pone en camino para que aprendamos a amar desde el servicio. Sin movimiento, sin apertura a nuevos horizontes, no puede haber amor. Sin obediencia no se construye la misión.

El ser humano tiende a la comodidad, a la seguridad, al bienestar, a la conservación de lo ya conseguido; Dios nos empuja al amor, a la aventura, al servicio, a la creación de relaciones nuevas y espacios desconocidos para que los demás puedan tener también una esperanza.

Adán debe aprender a salir de la casa para fundar una familia nueva y construir la sociedad. Abram tuvo que ponerse en camino hacia lo desconocido para fundar un pueblo para Dios. Cada creyente, hijo de Adán e hijo de Abraham, está llamado a escuchar la voz de Dios que le empuja a construir lo bueno. Salir de sí mismo, de todo lo suyo, de lo mejor de su pasado, para construir un futuro mejor para los demás, el futuro de Dios.

Agradecemos a Dios la respuesta obediente de Abram. Agradecemos las respuestas de tantos misioneros, “hijos buenos de Abraham”. Y pedimos: es necesario seguir construyendo, seguir saliendo, seguir obedeciendo.

Manuel Pérez Tendero