Semana de Misericordia

Semana Santa es tiempo de procesión y tiempo de vacación. Por eso, todos miran al tiempo meteorológico para buscar el sol que haga posible la vacación y la procesión.

Semana Santa es también, mucho antes, tiempo de misericordia. Para que así sea, es menos necesario el sol y la temperatura exterior. Necesitamos, en cambio, un corazón ardiente, un sol que ilumina desde dentro y nos hace ver rostros y necesidades que, para la gran mayoría, pasan desapercibidos.

La primera Semana Santa, la más real, la de Jesús de Nazaret, fue el tiempo de misericordia más concentrado de todos los siglos.

En el Jueves Santo, Jesús convoca a sus discípulos a su mesa para alimentarlos con su propio cuerpo, con su propia vida derramada en la sangre. Lo ha hecho a lo largo de todo su ministerio: no solo ha dado de comer a las masas hambrientas, sino que les ha regalado su palabra y su esperanza, ha comido con ellos para devolverles la dignidad, sobre todo a los pecadores y despreciados. En el Jueves Santo, la misericordia toma forma de mesa: comer con Jesús nos devuelve la dignidad y alimenta con su amor nuestros cuerpos doloridos.

En el corazón de esa mesa, Jesús se quita la túnica y se pone a lavar los pies a los discípulos. Él se desviste, se agacha, se rebaja, para servir al que está por debajo, para lavar desde los pies toda la vida de los suyos. La misericordia nos limpia, nos renueva desde dentro y desde lo más hondo, nos devuelve la libertad y abre perspectivas a nuestra mirada de futuro.

Más allá de la mesa y la jofaina, en el Viernes Santo, la misericordia de Dios rompe definitivamente en la vida del Hijo. Se implora clemencia para los verdugos, se ofrece la posibilidad al ladrón de un perdón más allá del suplicio. Nadie queda exento del amor de Dios, que nos devuelve la vida cuando da su último aliento humano entre nosotros. No hay nada más definitivo que dar la vida por misericordia.

En la cruz, en la cima del Calvario, el corazón del Hijo de Dios se rompe para que pueda derramarse sobre el mundo todo el caudal de la misericordia infinita del Padre. El agua y la sangre de la cena –la limpieza y la vida– se derraman para siempre sobre la humanidad.

“Misericordia quiero y no sacrificios” había dicho Dios por boca del profeta y por labios de Jesús. Ahora aprendemos un nuevo sentido de esa frase: el Hijo ha sacrificado la vida para que recibamos el perdón; la misericordia es la esencia del sacrificio. Los sacrificios habían de ser purificados por la misericordia, como todo lo humano, como todo lo religioso.

En el Sábado Santo, con la sepultura de Jesús, con su presencia en el lugar de los muertos, aprendemos que la misericordia pascual llega a todos los tiempos y a todos los rincones del universo; se derrama también sobre el pasado y sobre el futuro. La muerte no es obstáculo para el amor, porque la misericordia misma ha descendido al lugar de la muerte para vencerla y rescatar a todos los apresados por ella. Adán y Eva, con todos sus descendientes, habían vivido una “misericordia en espera”, aguardando del futuro la redención de su pasado. Ha llegado el tiempo del perdón, el amor que llega a todos los rincones de la historia y a todas las tinieblas del hombre. Nada hay ajeno a la redención.

Por la noche, cuando ya se atisban las primeras luces del domingo, la misericordia, cargada con todas las miserias de la historia, vence la oscuridad y resucita la carne que había sido vencida por el pecado. En el Domingo de Resurrección, comprendemos que la misericordia es vida renovada, victoria definitiva sobre toda muerte. La misericordia brota de las entrañas, del seno materno de Dios y, por ello, es renovadora y creadora. ¿Cómo podría ser verdad el amor si no hay futuro? El perdón es resurrección, posibilidad de vida y comunión más allá de toda muerte y ruptura.

Todo esto… ya ha sucedido. Celebramos para vivirla esta misericordia que nos ha cambiado la vida y la historia para siempre.

Manuel Pérez Tendero