Tres

Existe una gran diferencia entre la imagen religiosa occidental y el icono oriental. La diferencia más palpable está en la forma: escultura frente a pintura y realismo frente a simbología.

La imagen religiosa occidental es, fundamentalmente, escultura, define lo representado, lo abarca. Por otro lado, esa imagen –desde el Renacimiento hasta la actualidad– pretende ser realista, buscando la perspectiva humana, la perspectiva del que mira.

En cambio, el icono oriental no es escultura, sino pintura; posee dos dimensiones, porque sabe que la realidad representada no se puede abarcar, no se puede rodear, no se puede girar en torno a ella. El icono es solo una pequeña ventana que nos permite asomarnos a una realidad siempre mayor, desbordante para nuestra mirada, para nuestra mente y nuestro corazón.

Por otro lado, este icono no pretende mostrarse desde la perspectiva del que mira, sino desde las claves del símbolo. La imagen no es real, porque no pretende pintar el misterio desde lo humano, es más bien al contrario: lo humano debe realizarse bajo la luz del misterio, él es el modelo, no nosotros. El icono pinta a María y a Jesús, por ejemplo, no como fueron entre nosotros, sino como son ante Dios; no representan lo efímero, el pasado, sino el presente, lo eterno. Por eso, tampoco hay una fuente de luz que proyecte sombras en los personajes: todos están iluminados desde dentro, todos participan de la lámpara del Cordero que, según el Apocalipsis, será la luz de la ciudad celeste. El icono está coloreado con las luces de la Transfiguración.

Estas dos formas de arte no implican una mera cuestión formal que se queda en la superficie de lo estético: educan en dos formas diferentes de acercamiento a lo divino, representan dos actitudes distintas ante el misterio.

El arte occidental está más centrado en lo humano, en el misterio de Cristo encarnado y su cruz, en la figura de María como mujer madre que acompaña y sufre con su hijo en el Calvario.

Por eso, a nuestra mentalidad occidental le cuesta más comprender la dinámica del Espíritu y hablar de forma cotidiana sobre el misterio de la Trinidad. Nuestra espiritualidad es poco trinitaria, nuestra vida es poco espiritual.

El misterio de la Santísima Trinidad, que celebramos este domingo, no es solo un dato de nuestra fe, difícil y arcano, reservado solo a los teólogos: es la realidad más real, más sencilla, más originaria. Debería ser la clave para comprender el mundo y la historia, para percibir a Dios y al hombre, para entender nuestras relaciones, para tomar nuestras decisiones.

Somos relación, somos personas, solo podemos ser felices en el amor. El Ser es Amor, la realidad está entretejida con los hilos de la comunión.

El cristianismo es una escuela de progresiva personalización del hombre. Habrá que comprender muy bien, desde las claves de la Trinidad, la esencia del amor.

A menudo, pensamos que el amor es un sentimiento: la huella gozosa que el otro deja en mi corazón afectado. Pero el amor es mucho más: es reconocer al otro como tú, como diferente, como rostro frente a mí, y buscar su felicidad.

Dice el filósofo español Xavier Zubiri que el hombre es el único animal “capaz de realidad”: el animal lo ve todo como estímulo, en tanto en cuanto le afecta; el hombre, en cambio, ve lo real como cosa, como real, como independiente de nosotros. El amor está en esta dirección: ver las cosas como reales y ver al otro como persona. Esa es la inteligencia más sublime del hombre, cuya meta es siempre el amor.

Por eso, amar no es poseer, sino crecer en relación; el amor es libertad que se entrega, no placer pactado.

Como Moisés en el Sinaí, nos descalzamos ante el misterio de Dios y aprendemos, a su sombra, las claves de lo humano.

Manuel Pérez Tendero