Y vosotros.

Las dos últimas semanas, los textos bíblicos que han resonado en nuestras eucaristías nos han presentado a Jesús como profeta. Gracias a la resurrección del hijo de una viuda, el pueblo aclama a Dios y dice: “¡Un gran profeta ha surgido entre nosotros, Dios ha visitado a su pueblo!”. La semana pasada, en casa de Simón, la pregunta sobre la misericordia se convertía en la pregunta sobre Jesús profeta: “Si este fuera profeta…” ¡Este es profeta, misericordia cercana y tangible que hace posible el perdón!

Hoy, el tema vuelve centrarse también en Jesús, en el misterio de su persona. La pregunta es explícita: “¿Quién dice la gente que soy yo?” Las respuestas parecen ser un eco de lo que acabamos de decir sobre las escenas anteriores: todos han sabido descubrir, de una forma u otra, la dimensión profética del misterio de Jesús. Lo comparan con Elías, con Juan Bautista, con los antiguos profetas. Pero los discípulos van más allá: la dimensión profética no es suficiente para conocer a Jesús de Nazaret. Los que viven con él, los que escuchan de cerca su palabra, los que se han hecho seguidores suyos lo proclaman como Cristo, Mesías de Dios.

Jesús es el que ha sido tocado por Dios, ha recibido el aceite del Espíritu para convertirse en enviado personal de todo el amor del Padre. Él es profeta, pero el definitivo.

Gracias a lo que Jesús hace y vive, gracias a sus actitudes y su autoridad, gracias a lo que han escuchado de sus labios, los discípulos van conociendo la esencia del Maestro. El camino compartido produce intimidad, el roce hace el cariño y hace posible el conocimiento verdadero. Pero aún no ha terminado la misión de este profeta, aún no se ha realizado plenamente la tarea del Mesías.

La palabra, las curaciones, la autoridad, la misericordia, todo lo vivido en el ministerio en Galilea, es camino hacia otra meta: Jerusalén, que implica rechazo, entrega de la vida y resurrección.

La misericordia del profeta no le lleva solo a tocar a los excluidos y a comer con los pecadores: lo conducirá a morir por ellos. “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos” dirá en la Cena este Mesías que ahora se dispone a dejar Galilea. Años más tarde, el gran discípulo de Tarso dirá: “Por un hombre de bien, quizá haya alguien que se atreva a morir; pero la prueba de que Dios nos ama es que, siendo nosotros todavía pecadores, Jesús murió por nosotros”.

Tras la revelación de su destino, este Mesías invita a los discípulos a continuar acompañando su camino. Han escuchado su palabra, han sido testigos de sus milagros, han servido el pan en su nombre a las multitudes; ahora, tienen que acompañarlo hasta el rechazo y la entrega final.

Ellos conocían mejor al Maestro porque lo acompañaban y, ahora, deben acompañarlo más intensamente porque lo conocen. La fe no es sabiduría exterior que nos deja al margen, no es una opinión que se contrasta en discusiones de café o tertulias de eruditos: la fe es conocimiento interno, seguimiento cercano, suerte compartida.

Hoy, como ayer, muchos opinan sobre Jesús y sobre la religión; dicen estar más o menos de acuerdo con la Iglesia sobre temas de moral, de teología o de cuestiones sociales. Pero, ¿cuántos siguen al Maestro en su destino? ¿Cuántos implican su vida en lo que dicen conocer?

“El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo”. Ahí está el criterio verdadero de los que conocen a Jesús: el conocimiento les lleva al seguimiento, a la entrega, a la fe: “El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará”.

Manuel Pérez Tendero