Ayer celebrábamos la festividad de san Ignacio de Loyola. Este año, precisamente, los jesuitas están celebrando los 500 años de la conversión de su fundador, recordando el momento en que fue herido en el sitio de Pamplona; ahí comenzó su experiencia de limitación y encuentro con los libros de los santos que le ayudaron a abrir su corazón a Cristo para siempre.
Esta es, tal vez, la primera enseñanza de Ignacio para nuestros días: él era creyente, pero no estaba convertido, no se había encontrado con Cristo, su vida no estaba configurada desde el Evangelio. ¿No es este el caso de la mayoría de los creyentes? ¿Cuántos han descubierto a Jesús de Nazaret como una persona real en sus vidas? ¿Cuántos viven sus decisiones desde los principios del Evangelio? No solamente tienen necesidad de conversión los ateos, sino los mismos creyentes.
Es muy posible que nuestra Iglesia no suscite santos ni tenga frutos en nuestra sociedad si no hay conversión verdadera en los cristianos.
Una segunda enseña de este aniversario es la importancia de las heridas para nuestra conversión, para plantearnos la vida desde nuevas perspectivas. ¿Es posible que haya pocas conversiones entre los creyentes porque tenemos una vida muy resuelta, con pocas limitaciones y mucha abundancia?
Las heridas de la propia vida, las derrotas, la dolorosa experiencia de nuestros propios límites: ahí asoma una ventana enorme que hace posible un cambio de vida.
Cuando los demás nos plantean sus heridas y derrotas, ¿les ayudamos a plantearse nuevos horizontes o intentamos tapar la herida deprisa, con ese horror al dolor que acompaña a todos nuestros contemporáneos?
Cuando la experiencia dolorosa del fracaso y del límite nos visita a nosotros mismos y nos desborda, ¿no podríamos intentarlo vivir como vehículo de la presencia de Dios, como una llamada al cambio de vida, a plantearnos nuevos horizontes?
A partir de su conversión, san Ignacio aprendió a verlo todo nuevo desde Cristo, como san Pablo, como todos los grandes santos de la historia. Por eso, el lema de este quinto centenario es “Ver nuevas todas las cosas en Cristo”.
Los problemas de nuestra sociedad, las crisis de nuestras familias, las rupturas en el mundo y en la Iglesia, la falta de vocaciones, los retos de la nueva evangelización: ¿nos atrevemos a verlo como una novedad desde Cristo?
San Ignacio debe ser maestro para nuestra forma de mirar las cosas. Él aprendió a vivirlo todo desde Cristo y supo ver a Cristo en todo. En el fondo, esta es la esencia de la fe. ¿Cómo anda la fe entre los creyentes de nuestra época? Seguimos celebrando nuestras tradiciones, seguimos practicando los sacramentos, pero no sé si lo hacemos todo desde la relación con Jesucristo. La fe no podemos darla por supuesta nunca: es siempre un camino, comunitario y personal. Cuando dejamos de caminar, cuando no alimentamos la fe, podemos perderla.
A partir de su conversión, san Ignacio se vio a sí mismo, ante todo, como un peregrino. Caminar siempre, con meta, con compañía, con Camino. No sé si los creyentes nos hemos cansado de caminar, no sé si hemos creído que ya estábamos en la meta.
Este año coinciden el aniversario ignaciano y el año jubilar compostelano: bella coincidencia que nos hace profundizar en nuestra condición de caminantes, de peregrinos, de discípulos.
El mundo -no sé si lo sabe- necesita un cristianismo confesante, unido a su Señor, humilde, caminante, lleno de fe.
Que san Ignacio interceda para que -no solamente los jesuitas- todos crezcamos en una conversión que nos vincule más a Jesucristo y nos haga vivir un cristianismo más feliz y más fecundo.
Manuel Pérez Tendero