“Solo se posee eternamente a los amigos de quienes nos hemos separado” (Marguerite Yourcenar).
Esto significa, para la autora francesa, que hemos de aprender a despedirnos de aquellos que amamos cuando aún los amamos: “Más vale que aquellos a quienes amamos se vayan cuando aún nos es posible llorarlos”.
Probablemente, lleva razón: el presente enfría, a menudo, las amistades; son mucho más duraderas cuando se han interrumpido, por causas externas, en la cima del amor.
Pero sus palabras resuenan de una manera muy diferente para aquellos que hemos recibido los evangelios como relato fundante de nuestra fe. Nos recuerdan, más bien, a esas palabras paradójicas de Jesús a sus discípulos: “Os conviene que yo me vaya… Es necesario que el Mesías padezca para entrar así en su gloria”.
La fe es un re-conocimiento, una recuperación, es un regreso a nosotros de aquel que nos salió al encuentro en el pasado y se fue por un tiempo. La amistad entre el Hijo y los discípulos ha de pasar por el Padre: a María de Magdala le costó trabajo comprenderlo. La amistad entre el Maestro y los discípulos ha de pasar por el que envió al Maestro, el Dueño absoluto de toda misión.
Creen en Cristo no es poseer a Cristo, sino estar a su espera; es dedicar la vida a buscarlo porque él ya nos encontró. Esa es la paradoja radical de la fe, su misterio más profundo. Creer es salir de uno mismo, una y otra vez; es plantar la propia vida en la tierra del Otro. No es seguridad sino éxodo, camino continuo, peregrinación como condición substancial de la vida.
Por eso, el misterio de Cristo es siempre pascual: él pasa, irrumpe, sorprende, para tocar nuestras vidas y cambiar su rumbo. Todo lo que merece la pena se nos escapa de las manos: llega a nosotros sin merecerlo y se marcha sin dejarse poseer.
Tras sus huellas, también nosotros aprendemos a vivir la vida de forma pascual, como paso, con las sandalias siempre puestas y la alforja preparada. Esta es la paradoja del amor: siempre profundo pero, al parecer, nunca definitivo; cargado más de promesas que de realizaciones, abocado al futuro.
Continúa Margerite Yourcenar: “Nadie posee a nadie (ni siquiera los que pecan llegan a conseguirlo) y al ser el arte la única posesión verdadera, es menos gratificante apoderarse de un ser que recrearlo”.
El gran artista del ser es el Creador. Ni siquiera él ha querido tomar posesión de nosotros: nos ha construido diferentes frente a él, libres, distintos; nos ha desgajado de su memoria para regalarnos una existencia verdadera; frágil, pero real. Crear es un acto de desprendimiento, un gesto de generosidad profunda. Uno de los signos más claros del amor de Dios es su aparente ausencia, esa supuesta lejanía que hace posible que seamos y nos movamos en libertad.
Amar es separar; por eso, la gran posibilidad de futuro del amor solo llega si pasa por la separación: esta es la verdad de la Pascua, del sepulcro vacío. Jesús se fue, no solo por la coherencia de su vida, no solo por su obediencia al Padre: se fue también por amor a sus discípulos, porque los tenía que “amar hasta el extremo”, hasta el final. Frente a su estar-físico, nos regala ahora su estar-pascual.
La misión de los Doce, el milagro de la evangelización, no hubiera sido posible durante la vida pública de Jesús: la fecundidad de la Iglesia se fundamenta en la presencia novedosa de Jesús más allá de su ausencia.
Su mano invisible nos agarra fuerte y nos conduce por los caminos del verdadero amor; su cuerpo no tangible nos enseña a amar lo invisible y a construir más allá de los límites de la carne.
Dice un teólogo jesuita que “el amor no es romántico, sino pascual”. Esa es nuestra tarea: aprender a vivir pascualmente todo nuestro camino.
Manuel Pérez Tendero