“¿No es este el hijo del carpintero?”. Era la pregunta que se hacían habitantes de Nazaret cuando escuchaban a Jesús predicar con autoridad y hablar sobre Dios con una convicción inusual.
Los padres judíos debían educar a sus hijos en dos dimensiones fundamentales: aprender la Torah y un oficio manual; de esta manera, serían justos israelitas y podrían cumplir la vocación de Dios sobre toda criatura: el trabajo que transforma el mundo.
Jesús de Nazaret aprendió un trabajo de José, el esposo de María, su madre. Jesús, en su infancia, tuvo la experiencia de unos padres que trabajaban y lo fueron incorporando a su propio trabajo. Esta dimensión fue fundamental para la educación humana del Hijo de Dios.
La Iglesia confiesa a Jesús como el Hijo eternamente engendrado por Dios. La encarnación es la vivencia humana de esa generación eterna. Gracias a María, Jesús tiene la experiencia de ser engendrado como hombre. La Iglesia confiesa que Jesús es doblemente engendrado: eternamente por el Padre –por eso es Dios–, en el tiempo por la madre –por eso es hombre.
Podemos aplicar esta doble experiencia del Hijo encarnado, de forma análoga, a la relación de Jesús con José.
Jesús dice en el evangelio según san Juan que su Padre trabaja, él es el viñador que cuida y poda los sarmientos de su viña. Dios no solo creó el mundo en sus orígenes: sigue cuidando de su obra, sobre todo su gran obra que es el ser humano. Dios sigue siendo alfarero del hombre, pastor de su rebaño, dueño y trabajador de su viña, dador de vida.
“Mi Padre trabaja”, a partir de la encarnación, lo puede afirmar también Jesús de José, su padre putativo. Por ser Dios, Jesús es el Hijo del Creador, de un trabajador incansable, de aquel que nunca duerme y cuida de todas sus criaturas. Al hacerse hombre, era necesario que Jesús fuera el hijo de un trabajador, que tuviera la experiencia de unos padres trabajadores, en relación con las cosas, responsables de una tarea.
Si María es el signo de que Jesús es Hijo de Dios y la puerta por la que se ha hecho hijo del hombre, engendrado, José es el signo –menor, claro está– de que el Hijo se vive desde el trabajo del Padre. Vivir en una familia trabajadora fue una de las claves de la educación humana del Hijo de Dios.
No se trata solamente de aprender un oficio, sino de formar parte de un hogar que tiene tarea, que se sitúa ante el mundo de forma creativa y responsable.
Si esto es verdad, el trabajo del hombre no es solo importante porque le da sustento: es fundamental para que el ser humano se realice como criatura, para que pueda desplegar todo el potencial de su persona; en tercer lugar, el trabajo es también importante para la formación de los hijos en la familia. Lo fue para Jesús: lo es para nosotros.
Creo que es fundamental para nuestros hijos y jóvenes, no solo ayudarles a encontrar trabajo, sino fomentar que puedan vivir en hogares donde hay trabajo, que sean hijos de padres con tarea, con esfuerzo, con responsabilidad, que se viven realizados con una misión que los dignifica.
José es carpintero, Dios es viñador. El gran trabajo de Dios, como hemos dicho, somos nosotros. Cada mañana, el viñador madruga para volver a cuidar sus cepas, para regar la viña y podar los sarmientos.
Además de ser trabajador, el hombre es tierra trabajada, árbol plantado y cuidado para crecer en belleza y en fruto. Esta es la gloria de Dios, nos dijo Jesús: que nosotros diéramos fruto, que tantos trabajos y desvelos del mismo Dios produzcan efectos en nosotros. Él estará contento con su viña que, agradecida, devuelve en frutos tanta gracia recibida.
Manuel Pérez Tendero