Más de quinientos han pasado ya desde la crisis protestante en el corazón de la Iglesia europea. Pero, después de tanto tiempo, aún continúa la ruptura entre los cristianos; se han dado pasos, ha habido acercamiento, pero falta mucho camino por recorrer.
Debido a ello, todos los años, los cristianos dedicamos una semana a rezar para recuperar la unidad. El día veinticinco de enero, festividad de la conversión de san Pablo, marca la jornada final; el dieciocho, por tanto, es el inicio de este octavario.
En relación con esta oración por la unidad, el papa Francisco instituyó el año pasado el Domingo de la Palabra: hoy lo celebramos por segunda vez.
En la crisis protestante del siglo XV, la posición de la Biblia en la Iglesia y la relación de los creyentes con ella fue una de las causas de la ruptura. Ironías del mal: uno de los tesoros mayores de la Iglesia utilizado como arma arrojadiza entre los mismos creyentes.
¿Cuál fue una de las desgraciadas consecuencias de aquella ruptura? La sospecha de la Iglesia frente a las lecturas privadas de la Biblia, al final, frente a toda lectura. Hasta aquel mismo instante, muy especialmente en España, la Biblia era querida, comentada, rezada. Ahí está, como ejemplo, la ingente obra de la fundación de la universidad Complutense, que tenía el estudio de la Biblia como una de sus banderas más señeras; de hecho, allí se publicó la Biblia Políglota Complutense para el estudio de los textos bíblicos originales. El amor por la Biblia y los deseos de reforma iban unidos: la gran mayoría de los santos de nuestro Siglo de Oro forjaron su santidad y la fecundidad de su misión en la lectura profunda y creyente de las Escrituras. San Juan de Ávila, paisano nuestro, fue un estudioso y un predicador insigne de la Biblia, en la misma época en que Lutero cerraba filas en torno a la Sola Scriptura.
Pero algo falló. ¿Fue por orgullo, por ignorancia, por falta de gobernantes capaces, humildes y sabios? Recuerdo el drama del cisma en Israel, en el siglo décimo antes de Cristo: la insensatez del joven rey Roboam, hijo de Salomón, fue una de las claves de la ruptura; su prepotencia y sus malos consejeros.
Pasados los siglos, muchas cosas han cambiado. Ahora, queremos todos que la Palabra vuelva a ser lugar de encuentro y motivo de unidad. Gracias a ello, no solo estaremos más unidos, sino que seremos más de Cristo, escucharemos más fuerte su voluntad y nuestro testimonio en medio del mundo será más creíble.
Eso sí, las cosas van despacio. Un pueblo, más aún si no está unido, se mueve con dificultad. En concreto, creo que va despacio algo tan simple como la recuperación de la Palabra de Dios entre los católicos. Después de quinientos años de sospecha, cuando han pasado más de cincuenta años desde el Concilio Vaticano II y su apuesta por la Biblia y el ecumenismo, por la hondura de la fe, no sé si son muchos los cristianos “de a pie” que leen realmente la Biblia y rezan con ella. Cuando digo “de a pie”, no solo me refiero a los laicos: también a sacerdotes, religiosos y obispos.
Uno de los signos de este déficit lo vemos, algunas veces, en las catequesis y en las predicaciones de nuestros domingos: no siempre el texto bíblico es la clave. ¿Será que no se valora? ¿Será que no se conoce? ¿Cómo vamos a hablar de algo que desconocemos?
Creo que también existen deficiencias a la hora de rezar con las Escrituras.
Hace unos días, una mujer creyente, formada desde siempre, me decía: “Cada día más, necesito menos los libros de devociones y me enriquece más la lectura de la Palabra”.
Encontrarnos más con aquel que es la Palabra, dar pasos hacia la unidad, conseguir las fuerzas y la ruta para la reforma de nuestro cristianismo: muchos son los frutos posibles de una “conversión a la Palabra”. En ello estamos, depende de todos.
Manuel Pérez Tendero