Hablar de Metamorfosis nos recuerda a Ovidio y su larga obra mitológica del pasado: desde la creación del mundo hasta la divinización de Julio César. Pero nos recuerda, también, la pequeña novela del judío de Praga Franz Kafka, en donde aparece la transformación de un hombre en un insecto parásito.
Tal vez, la mitología y los frutos oníricos de la psicología desarraigada de Kafka no estén demasiado lejos. Tal vez, ambas obras sirvan para mostrarnos el espíritu de una época, sus sueños y sus fantasmas.
Pero la Metamorfosis, para un habitante de Oriente, no recuerda tanto al poeta romano y al novelista checo, sino uno de los misterios más importantes del cristianismo. La palabra griega Meta-morfosis significa, literalmente, Trans-figuración.
La transfiguración de Jesús en el monte Tabor, en presencia de tres discípulos, es una de las claves más importantes de la espiritualidad oriental y una de las doce fiestas principales que marcan su calendario anual.
En el ámbito latino, en la Europa occidental, la Transfiguración no ha tenido tanta repercusión como en el mundo oriental. En el mundo latino, la espiritualidad y la teología han sido más intelectuales y menos estéticas, más conceptuales y menos simbólicas. Algún estudioso llega a comparar lo que significa la transfiguración para el mundo oriental con lo que significa, en occidente, la teología de la justificación recibida de san Pablo.
Efectivamente, ¿cuál es la clave de la salvación? ¿Cuál es la meta a la que nos encaminamos? En Occidente, hablamos sobre todo de perdón, de redención, de justificación, de salvación; se privilegia el aspecto jurídico de la salvación, el aspecto negativo: borrar los pecados. En Oriente, en cambio, se subraya más la dimensión artística, creativa, transformadora. Dios ha enviado a Jesucristo para divinizarnos, para transformarnos, para transfigurarnos. Se subraya el aspecto positivo de nuestra redención: somos recreados a semejanza de Jesús, nuestra condición humana se reviste de belleza, nuestra carne se llena de espíritu.
Esta doble espiritualidad marca también una diferencia profunda en la forma de vivir la Cuaresma hacia la celebración de la Semana Santa.
Conversión moral, reconocimiento del pecado, esfuerzo por realizar signos de conversión, actos externos, prácticas piadosas… Por ahí va el elenco de propuestas que solemos hacer en nuestra espiritualidad latina y occidental.
En este segundo domingo de Cuaresma leeremos la escena de la Transfiguración en nuestras asambleas: ¿podríamos atrevernos a ampliar nuestra perspectiva cuaresmal desde las claves de nuestros hermanos de Oriente? ¿Podríamos aprender lo que significa ser creyentes desde la escena de la Transfiguración? ¿No estamos subiendo a Jerusalén, como los discípulos con Jesús? ¿Qué significa la subida al monte Tabor en este itinerario hacia Jerusalén? La subida, ¿no es el signo de nuestro proceso creyente? ¿Hacia dónde nos encaminamos? ¿Cuál es el contenido de este camino de fe?
¿Se trata solo de aprender cosas y realizar obras? ¿No se trata, también, de ir siendo transformados, en alma y cuerpo, de la mano de Jesús? Aprender y Hacer, también en catequesis, parecen ser las dos perspectivas fundamentales de nuestra propuesta cristiana. ¿No existe algo más? Junto al conocimiento y la moral, junto a las ideas y las obras, ¿no está también la espiritualidad, el estilo, la transformación misma del ser?
Los tres discípulos cercanos a Jesús fueron invitados a subir al monte para contemplar y participar: ahí está la clave. Contemplación transformadora, luminosidad que penetra nuestros sentidos y reviste nuestra carne.
¿No es esto lo que intentamos vivir en cada eucaristía? Con la Palabra, contemplamos el misterio; con el Pan, somos transformados en lo que comemos. Toda eucaristía es una renovación de la experiencia del Tabor.
Manuel Pérez Tendero