El uso de los símbolos esconde una gran riqueza.
Son numerosos los símbolos que se utilizarán este domingo en los textos que serán proclamados en nuestras parroquias.
Dios es presentado como padre y alfarero, como aquel que compra un esclavo para darle la libertad –redentor–, como propietario de un terreno o heredad, como pastor y viñador, como dueño de la casa que se ausenta. Debajo de todos estos símbolos se esconde el misterio de Dios que el hombre quiere comprender; un misterio que no es abstracto o lejano, es un misterio en relación: todos los símbolos tienen que ver con la presencia misma de Dios que el creyente experimenta en su propia vida.
Por esto mismo, los símbolos aplicados a Dios implican en nosotros un símbolo correspondiente que nos define. El pueblo de Dios, cada creyente, se siente hijo y barro moldeado, esclavo que aspira por ser liberado, tierra que debe ser labrada, oveja de un rebaño, vid plantada que debe dar frutos, portero de una casa que no es suya y debe guardar.
Podemos profundizar en todos estos símbolos para conocer mejor quién quiere ser Dios para nosotros, para alimentar una relación que está ahí y necesita ser profundizada.
La metáfora del padre es, tal vez, la más rica y realista: se usa en el Antiguo Testamento y se plenifica con la llegada de Jesús. Si comprendiéramos esto, si esta metáfora fuera vivida realmente, no necesitaríamos expresar más. La oración, la confianza ante el futuro, la forma de afrontar los problemas: todo está llamado a ser iluminado por la conciencia filial de aquellos que han experimentado la presencia de Dios como padre.
La metáfora del alfarero nos indica que estamos en construcción: somos barro dócil en las manos de Dios, experto artista de vasijas valiosas. Somos seres en camino, proyecto que se va haciendo realidad; dejarse moldear por el mejor alfarero es la clave para acertar en la vida.
El barro, a menudo, está duro; el hijo, a veces, se vive como esclavo, alejado del hogar. Nuestras decisiones erradas y las de los demás nos hacen experimentar, muchas veces, la falta de libertad, la necesidad de ser rescatados del abismo en que nos ha sumido la insensatez. Dios puede comprarnos, puede sacarnos de la fosa; él está dispuesto a pagar un precio muy alto, el más alto, por nuestro rescate.
Dios es el Señor del mundo y ha repartido su herencia: nosotros, el pueblo elegido, somos la heredad que se ha reservado el mismo Dios, el terreno con el que se ha quedado para siempre, no se lo cede a nadie. “Le hemos tocado en suerte” a Dios, somos su parcela, su tesoro, su dote, su hacienda, sus propiedades. La fe, como el amor, es una cuestión de pertenencia: alguien se preocupa por nosotros, somos suyos y nos cuida.
Podríamos imaginar una hermosa viña en esta parcela de Dios: esa viña es el pueblo elegido; cada uno de nosotros somos sarmientos de una cepa, como más adelante dirá Jesús de Nazaret a sus discípulos. Si somos viña, por tanto, estamos llamados a dar fruto; este fruto es imposible sin estar bien arraigados en la cepa: “Sin mí no podéis hacer nada”. El viñador sabe bien su trabajo, pero no siempre la viña responde a sus cuidados: “Por sus frutos los conceréis”.
El mundo es una gran casa común; la misma Iglesia ha sido comparada con una casa, una domus, desde los tiempos apostólicos. El dueño de la casa es Jesús, constituido Señor por la resurrección. Meditando en esta metáfora, los antiguos Padres de la Iglesia tienen reflexiones preciosas: “¡Ay de la casa en la que no habita su dueño!”.
El Adviento nos recuerda que Jesús es un dueño viniendo a su hogar. Nosotros somos criados, estamos al cuidado de la casa mientras llega su propietario: ¿nos encontrará esperándole, preparados? ¿O estaremos dormidos y con la casa sin colocar?
Manuel Pérez Tendero