Dos fueron los problemas principales que tuvo que afrontar la Iglesia en sus inicios. El primero de ellos, también en el sentido cronológico, consistía en saber si Jesús proyectó abrir el Reino a todas las naciones o solo pretendía dirigirse al pueblo de Israel. El segundo estaba fundado en la fuerte conciencia escatológica de la misión de Jesús: la llegada del Reino es inminente; san Pablo, entre otros, pensó en su juventud que él mismo estaría vivo cuando llegase la manifestación del Señor. Universalidad y retraso del Fin fueron los dos grandes problemas que la Iglesia tuvo que aprender a resolver en los primeros años de su existencia.
Este domingo se nos invita a reflexionar sobre el primero de ellos. Algunos estudiosos de la Biblia, muchos de ellos provenientes también del judaísmo, ven en este proceso de universalización una traición a las intenciones de Jesús de Nazaret. Otros, por el lado contrario –muchos de ellos también judíos–, subrayan que el universalismo está ya presente en la religión bíblica desde sus orígenes.
¿Debía ser anunciado el Evangelio más allá de la sinagoga? De hecho, históricamente, podemos decir que el Evangelio salió de la sinagoga desde la propia sinagoga. Algunos paganos habían aceptado el judaísmo como religión que configurara sus vidas, sobre todo por la altura moral que implicaba, a diferencia de la mayoría de las religiones paganas. Estos gentiles acudían a la sinagoga, pero no se circuncidaban, no daban el paso definitivo para hacerse judíos. Eran denominados “temerosos de Dios”. Los que sí se atrevían a dar el paso eran llamados “prosélitos”.
Al predicar en las sinagogas, por tanto, san Pablo y sus compañeros tuvieron a estos temerosos de Dios entre sus oyentes. Muchos de ellos aceptaron la palabra de los apóstoles y quisieron vincularse a Jesucristo. El problema llego inmediato: ¿deben ser circuncidados antes de ser bautizados? ¿Han de hacerse judíos antes de convertirse en cristianos? Parecía lógica una respuesta positiva porque, de lo contrario, parecería que quedaba invalidada toda la tradición judía, la ley, las mismas Escrituras. ¿No había venido Jesús a dar cumplimiento a la Ley y los Profetas?
La respuesta negativa, en cambio, abría muchas puertas y facilitaba la extensión del Evangelio. Pero era necesario discernir. ¿Cuál era la voluntad de Dios? En el fondo, está la cuestión de la relación entre la Iglesia e Israel; está la cuestión, también, de la coherencia del plan de Dios a lo largo de la historia; está la cuestión, sobre todo, de la esencia de la salvación: “¿Es la ley el camino para llegar a Dios?”
Para dar respuesta a este principal reto misionero y teológico de los inicios del cristianismo, influyó mucho el hecho del rechazo efectivo de muchos judíos al Evangelio. En ese rechazo, en paralelo con el rechazo mayoritario al mismo Jesús de Nazaret, veía san Pablo la voluntad de Dios, su plan de salvación para todos.
Otro elemento fundamental para responder a este reto fue la actitud misma de Jesús. Él era un piadoso israelita, que frecuentaba el templo y las sinagogas; pero, entre otras, había dos actitudes que no acababan de cuadrar en su ambiente: su relación con el sábado y sus comidas con pecadores. Con estas prácticas, explicadas en sus enseñanzas, estaba abriendo la ley más allá de sus límites
La Iglesia primitiva supo ver el escándalo de la cruz como voluntad de Dios gracias a la fe, gracias a la resurrección; pero necesitó también el apoyo de las Escrituras para comprender este misterio. De la misma manera, también supo ver en las Escrituras de Israel una base firme para la universalidad religiosa que estaba surgiendo en las ciudades del Mediterráneo.
Al discernir, san Pablo y los apóstoles vieron, ante todo, que Dios iba por delante, que el Espíritu –como en el caso del soldado Cornelio, en Cesarea– se adelantaba a los mismos apóstoles.
Discernir es secundar los caminos de Dios, que siempre son misterio y apertura.
Manuel Pérez Tendero