La semana pasada tuve la oportunidad de hablar con un hombre mayor, en silla de ruedas. Me dijo que estaba escribiendo sus memorias: “Para tirarlas luego a la papelera”. No sé si lo dijo en serio o había ironía en sus palabras. No me contó ninguna anécdota de esas memorias, tampoco me contó por qué las escribía, o para qué.
Pensé en muchas personas que publican sus memorias. Y quise relacionarlo con nuestros evangelios, que fueron escritos como “Memorias de los apóstoles”.
Rezando un largo Salmo que repasa la historia de Israel e invita a dar gracias y recordar las hazañas de Dios, volví a acordarme de las memorias del anciano Vicente: el Salmo me ofrecía la materia para recordar y para alabar a Dios, sus actuaciones a lo largo de la historia del pueblo elegido. Pensé que, más allá del Salmo, toda la Biblia había sido escrita para esto mismo: como materia de alabanza al Dios que es fiel a sus promesas.
La Biblia es la memoria del pueblo de Dios, el repaso de una historia llena de paradojas en la que Dios no ha dejado de cuidar a su pueblo ni, a pesar de las apariencias, ha dejado de cumplir su palabra. La Biblia se escribió para que los hijos de las promesas siguieran creyendo en el Dios de la elección, el Dios de la historia, para que supieran leer su pasado como luz para su propio presente.
Alabar al Dios de los padres es confiar en su ayuda en el mundo de los hijos; recordar el pasado es construir el futuro con confianza desde los esfuerzos presentes. Existe continuidad en la elección, Dios es fiel; no existe quiebra en su compromiso por la historia.
No sé si Vicente escribe sus memorias para glorificar a Dios, para contar cómo ha actuado en su propia biografía e invitar a otros a la confianza. Creo que muchos no tienen esta intención a la hora de publicar sus memorias. Me viene a la memoria el libro de las Confesiones de san Agustín: ese sí es un libro de memorias en sentido bíblico, un repaso de una historia bendecida por Dios, a pesar del pecado y los extravíos del hombre. San Agustín escribe para confesar su fe en el Dios de Israel, el Dios de Jesús, que también ha tocado su vida.
Esta forma de hacer memoria es uno de los mejores caminos para dar testimonio de la fe recibida. Evangelizar no es convencer al otro, sino compartir la propia memoria tocada por la gracia. El contenido del Evangelio es una memoria histórica concreta –la de la vida de los apóstoles– que hemos hecho nuestra y cuya gracia experimentamos también de forma real en nuestras vidas.
Para esto también inventó Israel las fiestas: como memorial, como actualización de un pasado bendito que enriquece el presente y lo sostiene.
En estos días de Pascua, los cristianos recordamos y hacemos presente el momento de gracia más grande de la historia de la humanidad: aquel domingo en que resucitó el primer hombre de la historia, nuestra primicia, aquel que ha venido a abrir camino a través de las tinieblas.
Creer es recordar, celebrar, actualizar ese momento. A través de la memoria, no solo actualizamos el pasado sino que, sobre todo, nos hacemos contemporáneos de ese pasado y redimimos nuestro presente. Gracias a la Pascua, gracias al memorial de nuestra fe, nos hacemos contemporáneos de la resurrección de Jesús y, a través de su cuerpo vivo, vamos gustando las luces de la eternidad.
Somos criaturas, el tiempo nos hiere, la historia nos aboca al olvido. Dios, en cambio, es puro presente, eternidad sin fisuras, memoria sin olvido. Gracias al milagro de la memoria, podemos gustar un poco esa eternidad de Dios. La fe es experiencia de lo definitivo.
Celebrar, rezar, amar, es siempre un acto de la memoria. Gracias a ella somos hijos de una larga historia de bendición: tenemos pasado y tenemos futuro; gracias a ella tenemos un acceso primero al misterio de la eternidad.
Manuel Pérez Tendero