El LOURDES DEL PADRE ARRUPE

Muchos no sabrán quien fue el P.  Pedro Arrupe. Yo tuve la suerte de conocerlo en el año 1983, en Roma, en la casa de los jesuitas, y podría contaros la anécdota de nuestro encuentro, pero lo que hoy quiero escribir aquí, después de tantos años, que pareciera cosa ya del siglo pasado – y aunque lo es—más se ha prolongado   y se prolongará hasta el fin, si continuamos siendo fieles a su mensaje y carismas como homenaje a quienes han ido levantando, en Ciudad Real la Hospitalidad de Nuestra Señora de Lourdes, no es sino la importancia de LOURDES en la consolidación de la vocación del P. Arrupe. En la mente de muchos y muchas están los nombres y los recuerdos, las emociones, las esperanzas, las alegrías y las expectativas que como experiencia de fe, constituyen una especie de memoria consagrada, que nos protege de tantas dudas y tentaciones.

Pues bien el P. Arrupe, al comienzo de sus MEMORIAS y tras haber pasado unos doce años en Japón,- luego volvería allí más tarde- quiso ‘bogar rio arriba en la corriente de sus recuerdos’ y nos relata al comienzo “la Génesis de su vocación”. Años felices de estudiante universitario en Madrid, futuro médico, y sin demasiada convicción ni reflexión se hizo socio de las Conferencias de san Vicente, visitando asiduamente familias pobres, hasta que llegó a Vallecas y conoció una de esas pobrísimas y resignadas familias, por la que da gracias a Dios, pues ‘sólo porque Él quiso, pude detener mi marcha para orientarla en una nueva dirección’, confiesa.

En esas estaba, cuando su padre murió, y la familia decidió, para superar esa triste resaca de la ausencia, pasar un mes de julio- agosto en LOURDES. Y en siete páginas narra su experiencia de Lourdes, el significado de aquél mes en el contexto de su vida total. No nos resistimos a copiarlas- pues es un buen escritor-, pero intentaremos sintetizar a precio de rebajas, lo que supuso en el tren de decisiones que fue tomando, y que podríamos resumir así: De LOURDES A LOYOLA. Es decir, hasta su ingreso en la compañía de Jesús, de la que llegaría a ser “general”. Recuerdo que el Papa Francisco también es jesuita.

Curiosidad, ignorancia, ilusión, presentimiento indefinible…En seguida advierte que “La vida de Lourdes es el Milagro” y sus descripciones que, a partir de las apariciones, hace de la vida diaria del pueblo, son muy coloristas e impregnadas ya de la evidencia de la misión de la ciudad.

Cuenta: “una de las primeras cosas que conseguí, a pesar de no tener terminada mi carrera de médico, fue que me otorgasen un carnet especial para poder estudiar de cerca a los enfermos que por medio de la Santísima Virgen buscaban  su curación, o a los que, después de sanar menos repentinamente, testimoniaban con su salud que habían recibido la gracia del milagro”…”había oído tantas veces a algunos de mis profesores de San Carlos[1]  despotricar contra las “supercherías de Lourdes”.

“La Santísima Virgen fue demasiado buena conmigo. Gracias a Ella pude ver a tres enfermos milagrosamente sanados”.

Debería transcribirlos, pero solo daré las tres indicaciones de quienes fueron “las miraculés”, con las propias palabras de Arrupe, saltándome los exquisitos detalles que deberán suponer los lectores que conocen Lourdes.

“El primer caso extraordinario fue el de una religiosa joven todavía, que se encontraba en un estado sin solución humana. Presa del mal de Pott, tenía tuberculosis en la espina dorsal, con un par de vértebras comidas ya por el pus….El Santísimo iba avanzando muy despacio…un obispo iba bendiciendo con la custodia…en un momento solemne…se encontraron frente a frente Cristo, el mismo del sagrario y de Jerusalén, y la monjita paralítica y tuberculosa…Yo no sé cómo se miraron, pero hubo entre ellos un contacto de amor…Fue algo instantáneo. Dando un grito se puso en pie sobre su camilla, extendió sus brazos hacia el Señor Sacramentado y calló llorando de rodillas.

-¡Estoy curada! – pudo decir tan solo.

Y como un megáfono inmenso que recogiese su voz contraída por la emoción y el agradecimiento, el pueblo entero repitió al unísono:

Le miracle!

Días más tarde tuve ocasión de contemplar a otra enferma curada milagrosamente.

Belga, nacida en Bruselas. Llegó a los 75 años en un estado de salud que prometía un pronto desenlace. Con un cáncer terrible en el estómago.

-¿No hay remedio? – preguntó la enferma  a los facultativos, con voz desfallecida.

-Desgraciadamente, no. Solamente un milagro puede salvarla.

Se quedó un momento silenciosa e insinuó suavemente:

-¿Y por qué no nos ponemos en condiciones de que se haga un milagro? Si voy a Lourdes puedo curarme.

-Imposible, señora. Ir a Lourdes en sus condiciones es apresurar su muerte de una manera cierta.

En la primera procesión que se celebró después de su llegada, la colocaron con los demás enfermos para recibir la mirada del Señor. En medio de un silencio roto de plegarias, pasó ante ella Cristo…, sin hacer el milagro. Con una seguridad absoluta de que sería curada, fue llevada a bañarse a la piscina de agua milagrosa. Cuando salió, tampoco experimentó el menor cambio inmediato, pero al llegar al hospital en que se hospedaba, sintió hambre. Comió, y no sintió la menor molestia. Horas después volvió a sentir un apetito inexplicable en su estado de gravedad, y volvió a comer, cada vez cosas más sólidas, sin dificultad ninguna en la digestión y asimilando perfectamente.

A los tres días se paseaba por LOURDES con una salud perfecta y con un milagro reconocido por los peritos como indudable. Su fe ciega había sido correspondida.

Arrupe, sigue diciendo que “el tercer milagro que ví quiero anotarlo también porque está revestido de algunos detalles de especial curiosidad”,  y aunque yo no voy a dejarle, para no cansar al lector, al menos resumo:

Hubo una concentración de peregrinaciones, 12.000 creyentes en la gran explanada. Al cruzar una calle recuerdo que me dijo una de mis hermanas:

-Mira cómo va ese pobre chico con su carricoche.

En efecto, un muchacho de unos veinte años, con ese desgarbado ostracismo de los que padecen parálisis infantil, conducido por una enfermera uniformada. Impresionante por su aspecto de derrotado, junto a él iba una mujer enlutada, probablemente su madre, conel rostro ajado, más por los sufrimientos que por la edad. ¡Dios sabe desde cuándo y con qué fe estaría pidiendo el milagro!

Durante la procesión el Santísimo sacramento pasó bendiciendo junto a aquel muchacho, y en el momento de terminar el sacerdote su cruz ritual, se levantó del carricoche dando un grito emocionado que halló un eco instantáneo en el tradicional “Le miracle, le miracle!”.

Conseguir que no le aplastasen en la violenta emoción de las masas fue un segundo milagro que le salvó la vida. Porque todos querían tocarle y preguntarle mil cosas.

Gracias a mi carnet de médico tuve ocasión de contemplarle de cerca cuando le estaban haciendo el reconocimiento oficial para atestiguar la realidad del milagro. Era un caso evidente que no admitía la menor sombra de duda ni el menor asomo de discusión.

Y ahora sí que voy a copiar completas las líneas que siguen, por la razón que adivinareis.

Debo reconocer que aquellos tres milagros contemplados por mí mismo me impresionaron profundamente. Después de estar estudiando mi carrera en un ambiente de universidad irreligiosa, en la que los profesores no hacían más que pronunciar diatribas contra lo sobrenatural, en nombre, según decían, de la ciencia, me encontré a Dios, tres veces, a través de un triple milagro.

Cuando dejé Lourdes para volverme a Bilbao y después a Madrid, me llevaba, sin saberlo todavía, el germen de mi futura vocación. Dios, que la había plantado en mi alma en aquel ambiente sencillamente grandioso, a los pies de la santísima Virgen, entre el clamor de los fieles y el murmullo suave del río Gave, que acaricia la gruta milagrosa, me hizo remontarme muchas veces en alas de una meditación profunda que me hacía vivir toda la plenitud de aquél mundo ultraterreno.

SENTÍ A Dios tan cerca en sus milagros que me arrastró violentamente detrás de sí. Y lo ví tan cerca de los que sufren, de los que lloran, de los que naufragan en esta vida de desamparo, que se encendió en mí el deseo ardiente de imitarle en esta voluntaria proximidad a los desechos del mundo que la sociedad desprecia, porque ni siquiera sospecha que hay un alma vibrando bajo tanto dolor.

Mis inquietudes de antaño. Aquellas que nacieron cuando los golfillos de Vallecas me dijeron con su miseria que había en el mundo muchas tristezas que consolar, encontraron el cauce de una vocación mucho más sublime que la hasta entonces soñada.

Sanar los cuerpos es una magnífica obra de caridad si se hace con espíritu divino. No hay quien lo dude. Pero, en un violento cambio de dirección, Dios me llamó para curar las almas que también enferman, y enfermando mueren, con una muerte que ya no tiene resurrección.

       Con este largo artículo que me ha hecho disfrutar, animo a la Hospitalidad a que siga entusiásticamente su testimonio y su abierta disponibilidad a las secretas vías por las que  Dios sigue haciéndose presente.

[1]  Antigua facultad de medicina de Madrid.

Vicente Ruiz Blanco