Cuatro domingos antes de Navidad comienza, para los cristianos, el tiempo de Adviento. Es el período dedicado a preparar la celebración profunda del misterio de la encarnación del Hijo de Dios. Con el Adviento, comienza también el cómputo litúrgico del año, adelantándose casi un mes al comienzo del año civil.
Cada año litúrgico la Iglesia nos propone un evangelista para acompañar las lecturas del domingo. En este Adviento iniciamos la lectura del segundo evangelio, el más breve, atribuido en la tradición cristiana a san Marcos, un varón apostólico que acompañó a san Pedro y a san Pablo en sus misiones.
Junto a la lectura litúrgica de este evangelio, en pequeños episodios cada domingo, es muy recomendable realizar una lectura seguida del mismo, para captar su argumento narrativo y las claves del itinerario de Jesús de Nazaret, desde el desierto y el Jordán hasta Jerusalén, desde el Bautismo hasta el Sepulcro vacío.
Es el más breve y sencillo de los cuatro evangelios y, muy probablemente, el más antiguo. De hecho, la mayoría de los estudiosos piensan que los evangelios de san Mateo y de san Lucas lo usaron como fuente principal. Parece que fue san Marcos el primero que decidió recoger material de la tradición sobre Jesús de Nazaret y componer un relato que nos ayudara a remontarnos a los inicios de la fe, hacia aquel primer camino histórico que unos discípulos hicieron con el Profeta de Galilea y cambió la historia para siempre.
San Marcos nos dice en forma de relato lo que ya habían predicado todos los apóstoles: la cruz de Jesús no fue el fracaso de su misión, sino el cumplimiento hasta el final de la voluntad de Dios. Jesús no murió porque fracasó, ni siquiera lo mataron porque fue un profeta que supo denunciar con valentía la hipocresía de su tiempo; Jesús murió para cumplir el plan de Dios, murió porque Dios quería salvar a la humanidad. Y lo hizo como meta de un largo camino que los discípulos hicieron con él; esos discípulos de los que san Marcos no quiere ocultar límites ni traiciones.
Los evangelios no fueron escritos para ensalzar a los apóstoles, ni siquiera son una apología de Jesús. Los textos evangélicos son un servicio al Resucitado, una mediación para que el camino discipular que realizaron históricamente unos pocos elegidos por los caminos de Galilea pueda ser repetido por todas las generaciones de creyentes.
San Marcos empieza con una palabra importante en la tradición cultural griega: “arjé”, principio, fundamento. Con esta palabra, el autor pretende poner su texto en relación con el Génesis, que comienza de forma muy parecida: “En arjé”, en (el) principio…” El Evangelio marca un principio paralelo al de la Ley, un principio en continuidad con el principio de toda la historia de la salvación.
Además, esta palabra subraya un momento o una idea como fundamento de algo, como realidad de la que todo brota. El arjé de las cosas fue lo que buscaban los primeros filósofos de Grecia. San Marcos quiere mostrar el arjé del cristianismo: no solo su origen histórico, su comienzo temporal, sino su esencia, aquel misterio del que brota la fe de todos los creyentes.
Creer en Jesús, por tanto, es remontarse a aquel arjé, a aquellos meses por Galilea y por los caminos que subían a Jerusalén. El evangelio es arjé escrito, pura esencia que nos ayuda a vivir ese comienzo para saborear la autenticidad del seguimiento. No somos menos cristianos que Pedro, Juan y Andrés; podemos ser discípulos porque Jesús vive y sigue llamando: el evangelio es el mapa para poder seguirle como aquellos primeros llamados.
También nosotros podemos escuchar sus parábolas, contemplar sus milagros, ser invitados a su mesa compartida con los pecadores. También podemos manifestar nuestras dudas, como Pedro, y comprobar nuestras miserias. Como entonces, él sostendrá nuestros pasos y hará posible un camino hasta el final; de su mano, más allá de la cruz, más allá de lo que nuestra propia religiosidad hubiera podido soñar.
Manuel Pérez Tendero