Bautizos

Las fiestas de Navidad finalizan con la celebración del Bautismo de Jesús. Más que el final de su infancia, este acontecimiento marca el comienzo de su vida pública. Todo lo que era promesa y profecía en Belén va a llegar ahora a su cumplimiento. La Palabra se hizo carne para poder hablar y obrar en medio del pueblo elegido; el Eterno nació para poder entregar la vida por aquellos a los que amó hasta el extremo.

Es fecha adecuada para invitar a una reflexión sobre la práctica del Bautismo en nuestro país. ¿Por qué sigue habiendo personas poco o nada creyentes –ciertamente, muchos no practicantes– que piden el bautismo para sus hijos? Hay parejas que renuncian libremente al séptimo sacramento –el matrimonio– y piden para sus hijos el primero de ellos. Cuántos contemporáneos nuestros hablan de la Iglesia desde fuera –a menudo, de forma crítica– y, a la vez, piden que sus hijos sean incorporados a la Iglesia. El bautismo es un Misterio: la palabra latina “sacramento” traduce la palabra griega “misterio”; pero es también un “misterio” muy humano en nuestra sociedad.

Tal vez, lo más urgente no sea buscar soluciones, menos aún si son precipitadas y basadas solo en normas y exigencias puntuales; tal vez, lo más pertinente es, como con todos los misterios, tratar de comprenderlo en primer lugar.

Algunos se contentan con hablar de la incoherencia de los padres como única explicación de este misterio del bautismo aún vivo más allá de las personas de Iglesia. Otros, con un acercamiento más psicológico y humano, creen ver en muchos padres esa intuición de fondo que atisba lo bueno de la fe y lo quieren para sus hijos, aunque ellos no sean capaces de vivirlo o no se atrevan a intentarlo.

La fe tiene muchas dimensiones y anida en todos los ámbitos de la persona. A menudo, sale a flote esa dimensión más profunda o inconsciente que, en lo cotidiano, no parece evidente.

Es posible, también, que durante muchos siglos la Iglesia católica haya identificado, sin quererlo, la evangelización con la sacramentalización y la fe con la recepción de sacramentos, en España al menos. Quizá haya tenido mucho que ver un cierto miedo al “peligro protestante” de la insistencia en la fe y la Palabra de forma unilateral.

Según el Nuevo Testamento, hay un antes y un después del bautismo del creyente. El “antes” está muy claro en una de las escenas más bellas de la Iglesia primitiva: la conversión de la primera persona en suelo europeo, Lidia.

San Pablo llega a Filipos, al norte de la actual Grecia, y predica el Evangelio en las afueras de la ciudad, junto al río, en un lugar en que se reunían algunos judíos y simpatizantes paganos. Dice el narrador que Dios le abrió el corazón a Lidia para aceptar las palabras de Pablo y se abrió a la fe; por eso, pidió el bautismo para ella y para toda su familia.

Antes del bautismo, Lidia escucha la Palabra predicada por la Iglesia y Dios obra en su interior; antes del bautismo, Lidia responde con la fe al Evangelio. En la mayoría de nuestros bautismos no ha existido ese “antes” del sacramento, esa escucha que hace posible el germinar de la fe en la tierra buena de la libertad humana. Creo que hay déficit de Palabra en nuestras propuestas pastorales, déficit de diálogo que hace posible la fe, como cuando el ángel mismo dialogó con María.

Es evidente que un cursillo para padres y padrinos de una hora o dos no puede suplir ese déficit de proclamación del misterio de Jesús.

Y existe también un “después” del sacramento. Lo deja muy claro el final del evangelio según san Mateo, en palabras del Resucitado: “Id y haced discípulos, bautizándoles y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado”. Para hacer discípulos hacen falta dos pasos: después del bautismo, la enseñanza. La vida cristiana es un “volver a nacer” que necesita un crecimiento posterior, una educación. El bautismo implica obediencia al estilo de vida del Maestro, seguimiento de su obrar en el corazón de su Iglesia.

Bautismo de Jesús y bautismo de la Iglesia: buen día para el misterio.

MANUEL PÉREZ TENDERO