Día del Libro

Recordando a dos grandes figuras de la literatura –Cervantes y Shakespeare– celebramos el Día del Libro. Hablar del libro es algo más que hablar de un conjunto de papeles unidos en forma de códice. Esta forma habitual de ordenar la escritura no tiene aún dos mil años. Hace siglos, no se usaba papel, sino pergamino, papiro, arcilla, piedra. Y los pergaminos no se unían en forma de códice, sino formando rollos. El “libro”, por tanto, va más allá del soporte sobre el que escribimos. También podemos hablar de libros en la era digital.

Pero sí hubo un tiempo en que la humanidad no sabía escribir. El libro nos recuerda, no solo la palabra, sino su huella escrita, su memoria física. La comunicación humana se amplía más allá del tiempo y el espacio gracias a la escritura.

Son muchos los títulos que hemos recibido en cada libro que ha llegado a nuestras manos. En muchos casos, el título era el comienzo mismo del texto escrito. En otros, el autor elige un título que sirva de resumen o de reclamo para su obra. Existe un libro que no tiene título, o cuyo título es el nombre común: en griego, “libro” se dice biblion; su plural, “libros”, se dice biblia. “Los libros” es el nombre del libro más extendido de la historia: Biblia.

Parece que querríamos decir que la Biblia es “el libro” por antonomasia.

Es un libro complejo, amplio, compuesto a su vez de setenta y tres libros. Su proceso de escritura duró más de mil años, con autores muy diversos y con géneros literarios muy diferentes. Debajo de todos los autores de los numerosos libros está la mano del pueblo creyente, una comunidad en camino, generación tras generación, que ha dejado la huella de sus búsquedas más hondas para regalarle al mundo los frutos de su fe.

            La Biblia es el proyecto literario más amplio de la historia de la humanidad. Es la obra de un pueblo: un pueblo cuyo camino sigue y, por ello, es el libro de referencia para millones de personas entre nosotros.

Debajo de este proyecto, debajo de todos los autores, los creyentes piensan que está la mano de Dios. Pero no nos confundamos: la Biblia es una obra humana, profundamente humana, totalmente humana; la mano de Dios no entorpece el esfuerzo y la búsqueda del hombre. Porque es un proceso inspirado, tocado por Dios, es aún más humano este libro de generaciones. Ahí está, como signo, la unidad profunda de tantos siglos y tantas palabras, la coherencia interna de estos libros que forma el Libro.

La palabra escrita es un precioso crisol donde lo humano y lo divino, sin confundirse, pueden trabajar juntos para realizar el milagro de la comunión, de la comunicación que une y transforma.

Es verdad que el libro nunca es suficiente. Las religiones del Libro han mantenido siempre una rica tradición oral que precede y acompaña el proceso de escritura y su recepción. El libro debe ser palabra viva: viene de la vida de un pueblo, de sus diálogos cotidianos, y debe llegar a hacerse vida en las generaciones sucesivas, debe dialogar con cada comunidad lectora, con cada persona que lee.

En el cristianismo, además, junto a la palabra escrita y la palabra oral, hemos recibido la certeza de que la Palabra se ha hecho carne, es persona viva que nace, muere y resucita. El libro y la tradición están al servicio de una relación personal con la Palabra. El Dios que nos habla se ha hecho palabra nuestra; su diálogo con nosotros no solo ha quedado sellado en el papiro y en la memoria de los creyentes: se ha sellado en nuestra propia carne y alma, en nuestra propia humanidad.

Para los cristianos, Jesús de Nazaret es libro abierto en cuyas páginas se puede leer el misterio del hombre y el misterio de Dios.

Manuel Pérez Tendero.