Hijo de tu sierva.

Cuando Salomón, recién nombrado rey de Israel, empieza a programar su forma de gobernar, se dirige, en primer lugar, a Dios. No le pide poder, ni reconocimiento por parte del pueblo o los gobiernos extranjeros; no le pide riquezas ni una vida larga y llena de bienestar. Salomón sabe muy bien lo que más necesita: sabiduría para gobernar correctamente al pueblo, capacidad para buscar el bien común, sobre todo el bien de los más débiles.

En su oración para pedir sabiduría, Salomón no parte de su situación de rey, sino de su condición humana, común a todos: “Siervo tuyo soy, hijo de tu sierva, hombre débil y de vida efímera” (Sabiduría 9,5). La humildad es la clave para adquirir sabiduría: “La arrogancia acarrea deshonra, la sabiduría está con los humildes” (Proverbios 11,2).

Salomón sabe muy bien quién es: hijo, nacido de mujer, incorporado a la vida por pura gratuidad. “Yo soy tu siervo, hijo de tu sierva”. Es una expresión que se repite en algunos Salmos, como punto de partida también para la plegaria: a Dios le gusta que le invoquemos desde nuestra condición de hijos, con ese apellido común a todos que es ser “hijos de su sierva”, de una criatura que él nos ha regalado para que nos regale la vida. Somos “hijos de madre” porque somos “hijos de Dios”, porque venimos del amor y hemos recibido la vida como regalo.

En la plenitud de los tiempos, el mismísimo Hijo de Dios llegará “nacido de mujer” (Gálatas 4,4). Ser hombre es nacer de mujer, haber sido gestados en el interior de una persona que va cuidando nuestra debilidad en formación.

Tenemos madre porque Dios es Padre. Somos nacidos y, desde esa condición, estamos llamados a construir toda nuestra vida y sus proyectos, incluso si estamos llamados a ser reyes.

Somos hijos: lo demás es bastante secundario, es adjetivo. Uno puede llegar a ser muchas cosas, de forma esforzada y meritoria a menudo, pero ninguna estará a la altura de lo que ha llegado a ser por gracia: nacido de madre, hijo.

Muchos de los grandes problemas de la vida tienen su origen en haber olvidado nuestro origen, lo que somos más íntimamente. Por ello, solemos mirar a los demás con cierto desprecio, o a nosotros mismos si no hemos conseguido triunfar en la vorágine consumista de llegar a ser algo en un mundo de apariencias.

¡Ya somos lo más importante que podemos llegar a ser! La autoestima verdadera, la fuente de nuestra creatividad, la felicidad más honda que nos acompañará toda la vida, a pesar de tantas frustraciones y dolores: todo ello está bien fundado si sabemos ver quiénes somos.

Salomón pedía sabiduría desde su condición digna y humilde de hijo; pero es también cierto lo contrario: la sabiduría nos enseña quiénes somos y nos devuelve a nuestra verdad más profunda y fecunda, nuestra filiación radical.

Una madre nos llevó en su seno durante meses, nos esperó con amor y cuidó su cuerpo para cuidarnos a nosotros; nos alimentó después con su carne y su ternura, nos miró con dulzura y nos fue enseñando a amar con sencillez, la única forma genuina del amor.

Pasamos por la crisis de la adolescencia, nos hicimos adultos, construimos nuestras propias vidas y fundamos nuestra propia familia. Todos, tarde o temprano, tenemos que despedir a la madre: ¡Se nos va la fuente de nuestra vida! Pero seguimos siendo hijos, por siempre, más allá de esta vida. Nacimos como hijos y moriremos como hijos; y resucitaremos como hijos. ¡Ojalá que aprendamos a vivir también como hijos!

El Dios invisible se hace rostro entre nosotros de muchas maneras; una de ellas, quizá la más sublime, es el rostro de la madre, su corazón vuelto a nosotros para darnos vida y amor. Damos gracias por ello. Nuestro agradecimiento tiene rostro: ella.

Manuel Pérez Tendero.