El regreso del hijo.

En todo este Año de la Misericordia, el texto clave está siendo la famosa parábola del hijo pródigo. Es el hijo menor, que se apropia de su futuro arrancándolo de las manos del padre y, tras haberse quedado sin nada, regresa al hogar paterno. Se fue lleno y volvió vacío, cargado tan solo con su pecado y su humillación.

Hoy es el día de la Ascensión, en el Año de la Misericordia. Lo que celebramos en esta jornada es el regreso de otro hijo al hogar paterno. También Jesús de Nazaret se alejó de la casa para vivir como siervo en un país lejano, el país contaminado de nuestra historia. La diferencia con el hijo de la parábola es que Jesús se marchó por obediencia al Padre, no para alejarse de su amor. Y partió despojado, sin su parte de la herencia. En casa no había más hijos: él es el mayor y el menor, él acoge en su persona toda la paternidad de Dios.

Después de estar sirviendo en la lejanía, cuando ha sido despojado de su propia condición de siervo, regresa al Padre que lo envió. El hijo pródigo volvió porque tenía hambre, para ser considerado, al menos, como uno de los jornaleros de su padre. Jesús vuelve porque tiene sed: esas fueron unas de sus últimas palabras. Como el salmista David, su alma tuvo sed de Dios, del Dios vivo.

El pecado del hijo pródigo lo despojó de todo; el amor de Jesús también lo dejó desnudo, sin apariencia ni presencia, como espectáculo para sus enemigos. Ambos se presentan sin nada en la casa paterna. Uno, porque lo ha derrochado; el otro, porque lo ha entregado.

Al regresar, el hijo pródigo es vestido por el padre con la mejor túnica, las sandalias cubren sus pies de dignidad y un anillo representa su recuperada condición de hijo. Se celebra un banquete, una fiesta por la recuperación del hijo perdido.

Todo ello puede ser también un signo de la Ascensión: Jesús de Nazaret, su cuerpo entregad, es revestido de gloria, recibe la autoridad sobre todo lo creado y sus enemigos son puestos como escabel de sus pies. Se celebra, entonces, el banquete de bodas del Cordero.

Pero la parábola no acaba con el banquete: hay otro hijo, el mayor, el justo, el cumplidor. Él no entiende la actitud del padre y se resiste a compartir una fiesta con quien no lo merece. Ahí acaba la parábola, en la duda sobre la decisión del hijo mayor: ¿Entrará también él a la fiesta? ¿Comprenderá los caminos de la misericordia? ¿Aprenderá a mirar como el padre?

En la Ascensión de Jesús no podemos encontrar a ningún otro hijo en el hogar paterno. Pero sí tenemos otro hijo que está fuera de casa: somos nosotros.

La paradoja es clara: se han cambiado las tornas; el hijo menor es el primogénito, el único; el hijo mayor es el siervo. El despojado y alejado es el justo; el que ha de ser convencido es el pecador.

Con la ascensión de Jesús, el Padre sale también de la casa para invitar a ese “otro hijo” para que entre. Ese otro hijo soy yo, que no acaba de entender nada. Pero justamente por lo contrario que el hijo de la parábola. No entiendo por qué el justo ha sido tratado como pecador; por qué se ha tenido que alejar del hogar el más amado, el obediente, el único.

En el Año de la Misericordia, mirando a Jesús como hijo pródigo, el misterio se hace inabarcable. La misericordia es comprender la actitud del Padre con los pecadores, pero es también comprender la actitud del Padre con el Justo, con el Hijo. Perdonar al pecador no es fácil, pero es más difícil comprender el amor que mueve la vida entera de Jesús y su despojo.

El Hijo ha entrado en la casa paterna después de estar entre nosotros. Aquí está ahora su Padre, tratándonos con la ternura del Espíritu, para convencernos y movernos a entrar.

¡Cuánta misericordia!

Manuel Pérez Tendero.