El bien y el placer

El pasado jueves, veintiocho de enero, recordábamos a uno de los filósofos más importantes de la historia. Fue alumno y profesor en París; vistió el hábito dominico. Se llamaba Tomás. Intentó un diálogo profundo entre el pensamiento de Aristóteles y la teología cristiana. La influencia de su pensamiento llega hasta nuestros días.

Por todo ello, Tomás de Aquino es el patrono de los estudiantes de enseñanzas medias y universitarias. Con este motivo, algunos han estado de fiesta estos días.

Me ha gustado la forma de celebrar esta fiesta que ha tenido un claustro de profesores: sentarse toda la mañana a dialogar sobre algunos retos actuales de la filosofía. Fue una delicia poder participar en esas reflexiones: se abren horizontes, se renueva la motivación por el esfuerzo intelectual, se rejuvenece un poco la esperanza ante los tiempos que vivimos.

Fueron recordados, entre otros, un par de autores griegos con una inmensa actualidad. El primero de ellos es el filósofo cínico Antístenes. Decía algo parecido a esto: “El honor de los reyes consiste en hacer el bien y que se hable mal de ellos”. Sabias palabras para tiempos recios. Los gobernantes, ayer y hoy, buscan más bien que se hable bien de ellos, la consecución del poder a toda costa, la fama y el poder.

Se habla mucho del bien común en estos días en nuestro país. No sé si es algo más que una palabra. No sé muy bien quién está buscando este bien común, por encima del propio futuro y los cálculos de encuestas por llegar.

San Francisco de Asís, más de mil años después de Antístenes, decía algo parecido: “La verdadera alegría consiste en que, después de predicar, los oyentes vengan a perseguirnos”. De esta forma, aparece toda la gratuidad y la belleza de la palabra regalada.

El segundo autor recordado fue Sócrates y su valentía frente a los filósofos sofistas. La confrontación entre ambos puntos de vista supo recogerlo Platón de una forma bella en su diálogo Gorgias.

Para los sofistas, la retórica lo es todo: el arte de argumentar, de convencer, de saber responder a todas las preguntas. Lo importante no es el ser, sino el parecer. La tarea fundamental, por tanto, es seducir, no ayudar a buscar la verdad.

Frente a ellos, Sócrates hace “epojé”, se abstiene, se interroga; no se deja llevar por la mayoría, se detiene a pensar y expresa sus propias ideas, aunque vayan contracorriente. Uno de los discípulos de Gorgias recomienda a Sócrates que deje de filosofar y se dedique a una actividad seria, como los negocios públicos…

¿No es esto lo que estamos viviendo estos últimos años entre nosotros? La filosofía desaparece, o se convierte en mera historia de las ideas o exégesis de textos. Los filósofos son sustituidos por los contertulios de nuestros programas de televisión: el esfuerzo intelectual serio da paso a la expresión de la propia opinión, mejor cuanto más grotesca.

Para Sócrates, debemos distinguir entre el bien y el placer, entre el mal y el dolor. La misión del filósofo es ayudar a los demás a encontrar el camino del bien, no el del placer. ¿Queda algún filósofo, en el sentido socrático, entre nosotros?

Los gobernantes, de la misma manera, todos aquellos que intervienen en la vida pública, tienen que contribuir en este servicio a los ciudadanos para que puedan mejorar. Según Sócrates, ningún político griego hizo nada de esto. No sé qué pensaría el filósofo ateniense si viviera entre nosotros.

Sócrates quiere ser filósofo, quiere servir a los ciudadanos, quiere comprometerse en buscar el mayor bien para sus compatriotas, y no su placer, aunque ello le perjudique. Sabemos cómo acabó su vida, muriendo libre, juzgado por sus ideas y dejando a la posteridad las huellas de una verdadera filosofía.

El bien está por encima del placer; la verdad es más importante que la apariencia: “Nada nuevo hay bajo el sol” dijo un poco más tarde un filósofo judío anónimo que nos dejó un precioso libro al que llamamos Qohélet.

Manuel Pérez Tendero